El
prestidigitador necesita dos pares de manos porque no puede con el mundo con un
solo par. Sus manos, las que nacieron con él, no tocan las cosas ni se dejan
tocar. Ni por el sol. En su habitación se da permiso para sacarse los guantes -esas
manos que no son sus manos- y los deja tirados sobre la cama. En las manos que
no puede sacarse, los nudillos apenas se distinguen, ausentes y eternamente
niños, como si durmieran el sueño uterino, acunados por la envoltura de una carne
mullida. Las yemas de los dedos parecen globitos muy inflados que, al no haber
conocido el roce del mundo, han crecido a su antojo. Me inquietan esos dedos expertos
en huir de la aspereza y que se han perdido la fiesta de la lengua de un gato.
Si pudiera, entraría en silencio a su habitación y, mientras duerme, buscaría
la mano que cuelga al borde de la cama y se la untaría en mermelada. Luego, dejaría
un gatito para que se deleitara con el dulce alimento en el original pocillo. Sé
que al instante despertaría aterrado él y feliz su mano. Pero como a mí solo me
importa ella y su gemela, me deja indiferente el escándalo que pudiera hacer el
dueño. Mas temprano que tarde lo haré, porque yo me debo a sus manos.
Manos de piel
translúcida como papel de arroz. Da la impresión que no corriera la sangre por
ellas, como si el temor fuera un torniquete en cada muñeca destinado a
estrangular el paso lujurioso de la sangre. Aquellos centinelas únicamente permiten
la existencia de un brevísimo riachuelo, apenas el mínimo necesario para que a
su dueño no se le mueran las agónicas ventosas que lo unen al mundo. Esas
fuertes amarras sólo puede deshacerlas una lengua dedicada y laboriosa. Como la
mía.
Manos de
prestidigitador que hacen aparecer y desaparecer cosas. Manos con vocación de
luciérnagas que viajan con agilidad y precisión por el aire. Manos que hipnotizan.
Sus manos son las manos del mejor ilusionista. Pero a mí no me engaña.
Conozco de
memoria su acto de tanto que lo he visto. Diecisiete veces en total, contando
el de hoy. La tercera vez que fui a ese magnífico teatro, cometí la torpeza de
sentarme en la misma butaca de las dos veces anteriores y me descubrió. Me miró
fijo y tan fuerte, que me dejó ensartada en la silla sin poder moverme durante
las dos horas que dura el espectáculo. Cada cierto tiempo volvía a mirarme para
presionar a distancia el alfiler que me había atravesado, como si quisiera asegurarse
de que no me pudiera zafar. Y el ilusionista lo habría conseguido si no hubiera
cedido por un segundo a los aplausos, esos que con el tiempo descubriría eran
su punto débil; la fracción de segundo en que bajaba la guardia y se entregaba
a la ovación final como un drogadicto. Aquella vez aproveché ese instante para
escaparme, el único y brevísimo momento en que las cosas y las personas dejaban
de ser los títeres de su capricho.
Luego de ese
tremendo susto, lejos de inhibirme, volví. Sabía que mi presencia lo había
molestado, como si presintiera que yo estaba ahí para develar sus trucos. Y eso
era cierto y falso a la vez. Como era cierto que él hacía magia y no. Yo andaba
detrás de otro sortilegio que él dominaba, quizás más cercano a la brujería. Ese
que había transmutado sus manos, doblegándoles la vocación por acariciar. Si
algo sé de magia es que, para que resulte, requiere de la participación de la
víctima. O sea, no bastaba con que él quisiera mutilarles el sentido a sus
manos, para que éste se deshiciera. Era necesario que hubiera comprendido -y
utilizado a su favor- la historia de aquellas; lo que anhelaban, lo que temían,
lo que soñaban, lo que les dolía y, sobretodo, en lo que creían. Con esa
poderosa información, debió dedicarse sistemáticamente a confundirlas y torturarlas
hasta que ellas, vencidas hasta el último tendón, le hubieran dicho en un
susurro agónico, tienes razón.
Quebrada la voluntad, el resto viene por añadidura. Así estaban sus no-manos, dos
apéndices que le colgaban de los brazos, movidas como zombies por su dueño,
quien parecía deleitarse con la crueldad. Confirmaba mi sospecha, la arrogante
sonrisa que lucía en todas partes, esa mueca de dientes a la vista que suelen
llevar como corbata quienes tienen todo bajo control.
Frente a eso,
y como en tantas otras ocasiones, decidí apostar por el caballo más flaco. ¿Por
qué? No sé. Será una tara mía que traigo desde niña y que me hacía elegir,
frente a la incredulidad de mis padres, a la muñeca coja o tuerta de entre las
que ponían a mi alcance. Yo sabía que ésa tendría una razón para vivir y yo la
ayudaría. Las otras, las muñecas bellas, vivían en un limbo entre el ensueño y la
inconsciencia, donde yo para ellas, no existía ni resultaba necesaria. Pero con
la fea, nos entenderíamos. Sabía que juntas, llegaríamos lejos. Y así fue.
Por eso le
aposté a esos muñones; a esos pedazos de carne blanquecina horrorosamente
obedientes que en cada movimiento perfectamente ejecutado, me gritaban su
padecimiento. En realidad, no le aposté a esas manos o a lo que quedaba de
ellas. Más bien me jugué todo, al afán de sobrevivir que suponía escondido en
algún discreto pliegue de aquellas; creía -y quería creer- que la fe aún
viviera en un trozo de esa piel. Imaginaba que en medio de indecibles dolores,
a alguna de esas manos prisioneras se le hubiera ocurrido pensar que algún día
el sufrimiento terminaría y que ello dependía de que lograran estirar el tiempo
hasta que llegara ese momento. Si esa improbable ocurrencia hubiera tenido
lugar, habría anidado en ellas una esperanza lo suficientemente poderosa como
para hacerles llevadero el dolor de la mentira confesada a su torturador. En
eso creía. En eso, necesitaba creer.
Así fue como,
armada con mi precaria certeza y mi característico entusiasmo por defender las
causas perdidas, me propuse desbaratarlo. Él me importaba un bledo. Yo me había
enamorado de sus manos y estaba decidida a liberarlas. Mi enemigo no era un
enemigo pequeño –nunca lo son-, así es que debía actuar con cautela. Él es muy
rápido y yo muy lenta. Él posee una inteligencia aguda de la que carezco. Pero
sabía que los toros se matan de a uno y de a uno los abordaría. Lo primero que
hice fue, para las siguientes veces que asistí a ver su número, preocuparme de
conseguir butacas en distintos lugares. De ese modo escaparía a las águilas de
sus ojos y podría apreciar su espectáculo desde distintos ángulos.
Hoy me ha
tocado el lugar D 37, a un costado del escenario. Me acurruco en mi sillón,
abrazando mis rodillas. Mi vecino, un señor enorme y enormemente serio, frunce
el ceño reprobando que mis zapatos se apoyen en el borde de la butaca. “Lo que
es usted, aunque quisiera, no podría hacerlo” le respondo con el latigazo de
una de mis cejas dando por terminada la desagradable intromisión en el refugio
de chinchilla que pacientemente me he construido. De vuelta en mi madriguera,
me río a mis anchas de lo que, de enterarse, a nadie causaría gracia.
Esta vez el
prestidigitador parece inquieto. Ha perdido el aplomo en los pasos. Tampoco
cuenta con la sonrisa sarcástica, ésa a la que se subía como a zancos, para desde
aquella altura burlarse de los demás. Cruza el escenario a todo lo largo, mirando
de un lado a otro como si buscara el sitio exacto por donde se cuela una desagradable
corriente de aire frío. Parece una serpiente sacada de su hábitat, retorciéndose
furiosa. Los focos lo alumbran sólo a él
y, sin embargo, se empeña en tantear la oscuridad; en identificar en medio de
ese bosque de cabezas la causa de su incomodidad.
Me tapo la
boca con la bufanda para esconder la risa que se me sale a borbotones. El señor
enorme sólo puede ver mis ojos, que lagrimean de tanta risa y de tan emocionados
que están al descubrir que las manos del mago están enrojecidas como si las
llevara encendidas. Las rebeldes manos palpitan y sudan felices, celebrando su
liberación, mientras su dueño sigue moviéndose por el escenario de un modo errático.
Por si fuera poco, el prestidigitador luce unas ojeras descomunales; dos bolsas
fofas que le cuelgan de los ojos y que guardan el enorme cansancio de una noche
en vela. Y claro, es más que comprensible: ¿Quién podría haber pegado los ojos
luego de despertar de un salto en mitad de la noche, con una mujer arrodillada
al borde de su cama lamiéndole las manos?
Amiga, increíble, cada día me sorprendes. Le comenté a mi madre de ti (a ella le encanta leer y escribir). Perdona la pregunta, ¿haces talleres de literatura? Me parece que puede ser un espacio de encuentro potente: encuentro consigo mismo, con las emociones, con el otro, con la sabiduría interna, se puede crecer un poco en solitario, un poco acompañado....
ResponderEliminarLinda, gracias por tus palabras.
ResponderEliminarY nunca una pregunta me va a molestar (en este caso hasta me honras). Mi experiencia en dos talleres literarios a los que asistí no fue muy gratificante. Esperaba encontrar precisamente lo que mencionas, pero no fue así.
Hay cosas que yo haría si tuviera que orientar a otros en ese camino, pero aún no me decido a hacerlo por razones diversas y largas de explicar aquí. Pero si ese minuto llega, serás la primera en saber.
Llegué de casualidad... Bien escrito. Igual que otros allá abajo. Saludos.
ResponderEliminarBravo por esa casualidad que resulta recíproca al permitirme descubrir "El niño que llegaba tarde" :)
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