SARA, MENUDA Y ROTUNDA

(Primer Lugar Concurso de Cuentos Teresa Hamel 2018, Sociedad de escritores de Chile)


SARA, MENUDA Y ROTUNDA
  
Yo tenía 15 años y ella 70. No recuerdo quién me la recomendó. Sé a fuego, eso sí, que por entonces la confusión y el miedo eran en mi vida dos prósperas aldeas. Nunca me sentí capaz de cruzar el inmenso mar de la adolescencia y los hechos lo confirmaban: mis inexpertas brazadas apenas servían para no hundirme. Entre los diversos salvavidas que busqué, tuve la ocurrencia de aprender a tocar piano. En mi familia nadie había demostrado talento para la música, más bien al revés. Tampoco había piano ni la más remota posibilidad de tenerlo. Así es que contaba con todos los elementos que, a una jovencita como yo, podían motivar: luchar por un imposible. Pero alguien puso en jaque mi fantasía, con la peligrosa amenaza de convertirlo en realidad. Ese alguien habló de Sarita y me dio su número de teléfono. Intenté, por supuesto, todas las excusas: el costo de las clases, la imposibilidad de poder practicar en casa y lo complicado de mi horario escolar que dejaba liberados sólo ciertos momentos en horas absurdas. Del otro lado de la línea, Sarita me escuchó tranquilamente y me desarmó con un “Todo es conversable”. Me quedé en silencio y sé –aunque no pudiera verla- que sonreía satisfecha. Simulando agradecimiento, concerté el primer encuentro que para mí tenía el único objetivo de demostrarle que yo no servía para nada. Así es como fui a mi primera clase de piano. En realidad, la tarde señalada tuve la primera de muchas lecciones que Sarita me daría, si bien no sólo de piano.

-          No, no y no. ¡Deje de escuchar con los oídos y escuche con esto!

Me grita enojada y su nudoso dedo, como rama vieja, me golpea el pecho varias veces. Ese reumático índice no se cansa de repetirle a mi sordo corazón ¡Ábrete, Ábrete!
Me quedo muda. Acaricio las teclas del piano suavemente como pidiéndoles ayuda. Me la niegan.

-¿Usted se ha enamorado alguna vez?-.

Su misil, ahora, me deja sorda y ciega. Me llevo las manos a la cara como si con ese pase mágico yo pudiera volverme invisible. No desaparezco, pero a cambio siento su cálida mano en mi espalda.

-Venga para acá. Tomemos un descanso con dos de azúcar y picardía-.

Sarita se va caminando cadenciosamente hacia la cocina y se voltea para ver si la sigo. Levanta la mano ordenándole al mundo que se detenga y a continuación mueve las caderas haciendo un ocho como la mejor bailarina del vientre. Sus brazos se convierten en las alas de una mariposa que revolotea entre las distintas repisas. Repentinamente, se detiene como un cisne a punto de alzar el vuelo. Yo no me atrevo a respirar por no romper la tensión de esta delicada burbuja. Luego, creo ver que se mueve, pero lo hace tan lentamente, que me sorprendo hipnotizada como cuando niña trataba de descubrir el momento exacto en que el minutero cambiaba de posición. Fracaso esta vez también: no sé cómo ni cuándo su pierna se ha doblado buscando la espalda. La cabeza la ha echado hacia atrás para encontrar la punta de su pie que casi alcanza la nuca. Entonces, sus brazos comienzan a hacer pequeñas olas al ritmo de una suave marea, para sujetar con ambas manos, el pececillo de su tobillo. Queda así, apoyada en un solo pie y delineando un círculo con su espalda que deja atrapado dentro, mi absoluto asombro. Se muere de la risa por mi cara desencajada y se gira soberbia dando por terminada la función. Los platos en el lavadero aplauden a rabiar. Yo también.
Mientras espera que hierva el agua, saca dos pequeñas tazas, les pone azúcar y café en polvo, agrega una gotitas de agua fría y empieza a batir enérgicamente. Luego, cuando en el fondo de cada taza se ha formado una suave crema, vierte el agua caliente hasta un poco antes del borde. Finalmente, toma la botella de wisky y lanza un chorrito en cada taza.

Voilà, ma petite!-

Tomamos nuestras tazas y caminamos hacia su dormitorio. Se sienta en la cama con las piernas cruzadas y me invita a que me acomode como ella. Bebe un sorbo de café, echa la cabeza hacia atrás y espera a que el delicioso brebaje termine de acariciar sus entrañas. Luego, respira hondo y me mira como escaneando mi alma; como si evaluara concienzudamente si soy digna de visitar el otro lado del espejo. Un pestañeo me revela que ha salido humo blanco y me anuncia maliciosa:

-Te voy a mostrar algo-.

Retira del velador los cientos de frasquitos de medicinas que lo habitan y con una agilidad que me quisiera, se sube encima. Abre la puerta superior del closet y saca del fondo una gran caja decorada con flores. Vuelve a su lugar en la cama y se sienta con ella entre las piernas. Toma un trago más de café y las yemas de sus dedos acarician el floreado paisaje del tesoro. Ni lejanamente tiene mi apuro. Por el contrario, se toma todo el tiempo necesario como si en la caja habitara una criatura que duerme tranquilamente y a la cual quisiera despertar con susurros. Luego de unos minutos, sus dedos ceremoniosos levantan la tapa. Y yo no creo lo que veo: magníficas piezas de ropa interior con encajes y cintas; unas satinadas y otras bordadas, unas de delicados tonos pastel y otras de coquetos rojos y negros con aplicaciones de transparencias. ¡Incluso encuentro un pretencioso calzón verde pistacho con puntitos color burdeo!

-Sarita, esto no puede ser suyo...- le digo tratando de contener la sorpresa.

Mueve la cabeza de arriba a abajo y empieza a reírse suavemente. Y no pasa mucho rato hasta que son francas sus carcajadas cuando, tímidamente, voy probándome sobre la ropa esos misteriosos objetos.

-Son puertas, mi niña. Aunque no lo creas-.

Mis hombros se suben para decirle que no comprendo y ella, por respuesta, se pone en la cabeza un sostén puntiagudo. De verdad quiero que me explique lo que acaba de decir, pero no puedo aguantar la risa y termino contagiada por sus gorjeos. Nos corren lágrimas de tanto reírnos y entonces me paraliza con un “Elige el que más te guste” (hacía tiempo que no me sentía tan feliz).

Sarita no sólo se compraba esas delicadas prendas, sino que, para mi adolescente incredulidad, las usaba. En esas ocasiones especiales, se tomaba el doble de lo prescrito por su doctor para no sentir el rumor que le astillaba los huesos. Se calzaba unos zapatos que daban vértigo y se miraba al espejo con despiadada atención. De vuelta de inspeccionar su reflejo, si era necesario retocaba el rubor de sus mejillas. Eso sí, invariablemente, maldecía su cuerpo por cruel y mentiroso; por tenerla así, mutilada de alas y con el alma intacta.

Me cuenta los detalles de su primera cita con este reciente novio. De cómo mientras bailaban tango, él, con una mezcla deliciosa de audacia y timidez, le acariciaba la espalda y con la otra mano apresaba la suya, pegándola a su pecho.

-Acerqué mi rostro a su cuello y lo sentí palpitar; sentí cómo esa venita azul golpeaba insistente en la puerta de mi frente como pidiendo refugio. Fue como estar de nuevo en el paraíso, niña. Y por vivir eso, vale la pena todo-.

Cuando la invitó a bailar, Sarita supo que se enamoraría de él. Sería acaso por la forma de tomarle el brazo como si se tratase de un dulce de algodón que no quisiera desarmar (efectivamente, ella se sentía como un dulce de algodón recién hecho; así de frágil y lozana).
-Es mi último destello antes de desaparecer-, reflexionó en voz alta. -Soy como aquellas estrellas de las cuales aún puedes ver su estela luminosa, pero que, en realidad, hace un tiempo, ya no existen-.

Por eso permitió agradecida que la acariciara: porque le recordaba cuando la luz brotaba viva desde su interior; porque le recordaba cuando su fuego, aún ardía.

Mi corazón se acelera al oírla y me doy cuenta de que algo me duele. Es extraña la sensación; es como un dolor dulce y discreto que me va invadiendo poco a poco. Diría que comenzó en la boca del estómago como un peso nuevo, como una pequeña piedra de río que Sara hubiera instalado con sus palabras.

-Entonces fuimos de regreso a nuestra mesa. Sacó la silla para mí y me senté. Y él, en vez de ir a su lugar, se quedó detrás y apoyó sus manos en mi cuello, empujando suavemente mi cabeza hacia atrás. Nos miramos de revés y fue muy gracioso. Y entonces me besó de revés y ya no fue precisamente gracioso, pues su boca creció hasta comer enteros mis labios, mi nariz, mis mejillas, mi frente….

Le hago señas para que detenga su relato. A estas alturas las piedras no me dejan respirar. Ella se ríe de mi sofoco y da la estocada final:

-¿Cómo no voy a andar loca de felicidad- se interrumpe y los ojos se le llenan de lágrimas. Respira hondo y tomándose con fuerza la piel de los brazos, agrega - si cuando estoy lista para devolverle este traje a la vida, ella me regala el amor de un joven treinteañero y apasionado?¿Entiendes acaso, lo que significa tener la remota posibilidad de morir en un orgasmo?

A ese día siguieron otros por el estilo. Y yo, cada vez, llegaba a la conclusión de que no volvería. Pero volví y supe más de él. Su pelo era más largo de lo que admitían las buenas costumbres. Y los rizos en que acababa, parecían desafiarlas aún más. Su melena rebelde contrastaba graciosamente con un cuerpo macizo, más propio de un oso. La combinación de tan disímiles elementos, provocaba en Sarita unas ganas irrefrenables de ordenarlo como si se tratase del pulóver mal abotonado de un niño que se mira intrigado y se pregunta cómo es posible que sobre un botón o, acaso, falte un ojal. Sarita me confiesa que frente a esto, hace lo propio de una abuela: reírse y dejarlo ser, simplemente porque reconoce que si faltara en su vida el pulóver chueco, sus mañanas volverían a ser tristes.

Sarita salía al encuentro del amor con los brazos abiertos. Y con este amor en el ocaso de su vida, no fue diferente: saltó al abismo con la misma decisión que lució en su precoz desfloramiento. La inundaba entonces, y ahora, la certeza de que sólo elegir su propia muerte le regalaría la vida que requería; que sólo de tanto morirse, volvería a arder como su naturaleza incendiaria le pedía.

Ahora comprendo por qué me miró extrañada cuando le dije que debería escribir sus memorias. Ella no lo necesitaba. Los amores que desaparecen inspiran libros, me dijo. Y ella no dejó escapar ningún amor; ella no necesitaba reconstruir con palabras en un diario, el fantasma de una visita. Tampoco recrear, para revivir en infinitas y repetitivas lecturas, una caricia. A ella le bastaba estirar la mano y encontrar el tibio cuerpo a su lado, el que a su contacto -con ese lenguaje que sólo los cuerpos entienden- se giraba y la envolvía como una crisálida, para salir finalmente de ese abrazo, convertida en la mariposa que yo había conocido el primer día.

Un par de años después, le presenté al chico que me robaba la calma. Sarita lo estudió descaradamente. Sin levantarse de la cama y bebiendo lentamente un vasito de licor oscuro como el color de sus uñas, lo perforó con los ojos. No se molestó en abrir la boca, sólo le hizo una seña para que se sentara a su lado y le tomó la mano como si la enamorada fuera ella. No sé cuánto tiempo pasó hasta que sonrió y haciendo un gesto como si apestáramos; como si fuera imposible no arrugar la nariz en nuestra presencia, ordenó que saliéramos. Él se puso de pie, caminó hasta el borde de la cama, le lanzó un beso y me tomó la mano para irnos. Antes de salir, me giré buscando ansiosa el veredicto de sus ojos. Un guiño testificó su aprobación y yo respiré aliviada. Más tarde me diría que tiene todo para hacerme feliz, pero que soy yo, quien tiene que enseñarle cómo.

-       Pero si yo no sé nada, Sarita.
-      Entonces, te diré cómo descubrir lo que crees que no sabes. Eso si, se requiere muchísima valentía que las mujeres no suelen estar dispuestas a tener. Si no me crees, mira a tu alrededor; mírales la cara, hija mía, y verás el triste espectáculo de cientos de mujeres mal amadas y peor cogidas. Las que gozamos, mi niña, las que tenemos una amplia sonrisa en nuestras dos bocas, somos la excepción.

Hoy tengo veinte años y un dolor inmenso que instaló en mi vida, un antes y un después. Hoy, sin ella, soy una eternidad más vieja. Este dolor me tiró lejos. No recuerdo cómo mover el cuerpo. Quisiera desaparecer como ella decía que quería, cada vez que peleaba con sus tobillos que se negaban a mantenerla en puntas de pie.

Pediste que te cremaran y esta decisión no pudieron negártela, por la herencia que estaba en juego. Escucho a lo lejos que alguien pregunta dónde es la ceremonia de la profesora de piano. Y como si me hubieron tirado a una piscina fría, salgo de mi letargo. Mi cuerpo despierta y más todavía la rabia por la insolencia de intentar reducir un titán, a la etiqueta de profesora de piano. Furia es lo que siento Sara, porque no tienen la menor idea de quién eras; de quién era la que danzaba en el piano y en la tierra; de quién era, la que vivió con la misma locura con que amó.

No puedo llorar más de lo que he llorado. La lloro a ella, a su piano, a su caja floreada –ese tesoro que irá sin duda a parar a la basura. Lloro porque sus parientes ganaron la batalla de callarla. Lloro por mí, porque cuando empezaba a comprender, decide irse. Pero me enfurezco conmigo misma por egoísta; por querer retenerla, a pesar de saber cómo sufría viviendo encarcelada en su cuerpo. Con bruscos sollozos me resigno y la dejo ir. Sólo pido que se haya cumplido su deseo de morir amando.

Suena una campanilla y levanto la cabeza. Y lo veo a él.  Nunca lo conocí, pero sé que es él. Aunque ya no están los rizos de que Sarita me hablaba. Y no me extraña: sin Sarita, no hay quien los celebre. Sí Sara, tu partida ha guiado la mano con que mutiló su pelo. Por eso lo reconozco: hay una herida abierta que comienza en la cabeza y lo atraviesa por entero. Su cuerpo es una mole paradójicamente frágil; una criatura bizarra que sólo el dolor profundo puede producir. Lo miran de reojo y luego, desvergonzadamente, aunque no logran incomodarlo porque él hace tiempo que no está aquí. Su cuerpo es apenas un perchero donde cuelgan un abrigo y una tristeza infinita.

Escucho carraspear al cura. No querías misa, pero igual te la hicieron. ¡Qué afán el de tu parentela no perdonarte las herejías! El sacerdote camina lento, como elefante bien adiestrado hacia tu hija, con la intención de entregarle el cofre con tus cenizas. Pero en su largo trayecto por el pasillo, el paquidermo tropieza y el sagrado recipiente sube disparado a las alturas. Estando allá arriba, se abre y mientras baja, se va vaciando sobre las cabezas de tus desconcertados y asqueados familiares. Mi sorpresa no alcanza a instalarse pues es desplazada, casi de inmediato, por la certeza de que se trata de una más de tus travesuras. Entonces me empieza a venir un ataque de risa como los que sólo tú y yo sabemos se pueden tener. Y como si la risa hubiera dado con el interruptor de la luz, comprendo la torpeza de estar añorándote. A ti, ni muerta te domestican.

Tiro la silla. Salgo de la capilla apurando el paso. Llego a casa agitada y subo de dos en dos los escalones. Me voy a mi cuarto a buscar ansiosa en los cajones de mi cómoda. Y ahí está: un calzoncito verde pistacho, con coquetos lunares color burdeo. Suspiro aliviada y decido que ponérmelo, es el mejor homenaje que puedo hacerte. Me río y estoy segura, que tú también.