LOS RUMBEROS ESTAMOS LOCOS

(Mención Honrosa Concurso de Escritos Rumberos Cortos, Maestra Vida, 2018, Chile)

-Los rumberos estamos locos, hermano. Eso me dijo a los gritos un mulato de casi dos metros que después, con una manota del porte de mi cabeza, me dio una palmada amistosa que casi me disloca el hombro (locos, de todas maneras. Hermano mío, ni en sueños, pensé).
¿Por qué llegué ahí? Misterio. Sólo recuerdo que con un grupo de amigos fuimos a la  casa de una compañera de universidad y me puse a tomar cerveza como si me hubieran diagnosticado un tumor intratable y sólo me quedaran unas horas de vida. Supongo que quedé bastante borracho porque luego veo mis zapatos marchando a un ritmo parejo por una calle mojada y silenciosa (sé que iba deslumbrado por la belleza del momento…la tranquilidad de la calle, el leve sonido de mis pasos, la noche plena de estrellas –una rareza en Santiago- y el aire lo bastante frío y húmedo como para subirte el cuello de la chaqueta). Entonces fue cuando vi luz en una esquina. Por la hora, lo recomendable sería que hubiera seguido de largo. Pero quien me conoce, sabe que no sigo de largo frente a nada. Eso ha sido mi gloria y mi perdición.
Entré al local y nunca más salí. De martes a domingo me pasaba por ahí (los lunes no abren…una razón más para odiar los lunes). No me importaba si al otro día tenía exámenes finales o esa noche celebraba su cumpleaños algún conocido. A veces llegaba más tarde, pero nunca dejé de asistir a mi cita en ese ¿refugio? Me volví fanático como evangélico converso.
Empecé a tomar ron. Aunque lo intenté, no aprendí a bailar salsa (me resigné a mirar como se mira un acuario: hipnotizado ante los movimientos perfectamente sincronizados de los seres que lo pueblan). Eso sí, en la Maestra Vida – ¡Qué buen nombre! Díganme si no- escuece un poco más la herida de cargar con un cuerpo torpe: la gente, además de todo, además de moverse a su antojo y con gracia, además de sudar y cansarse, se ríe. Se ríen de todo y de nada como si estuvieran drogados. ¿Puede haber algo más doloroso que ver cómo otros parecen de fiesta, cuando no hay ninguna puta fiesta? ¿Baile y risas cuando no hay nada, absolutamente nada que celebrar y más bien sobran razones para lo contrario? ¿Y qué me dicen si eso mismo lo presencian un domingo? ¡Un domingo! Cuando ese día, el más cabrón de todos, se siente como el bototo de Dios en la nuca.
Las mujeres van y vienen, de todos los portes y edades. Los amores florecen y se marchitan, nacen niños. Algunos de los que asisten se vuelven parte del mobiliario y otros desaparecen, se enferman o mueren. Hay discusiones, berrinches, gritos, silbidos, cantos a todo pulmón y carcajadas como en una feria. Te tocan, te abrazan  y te besan sin razón. Y, sin saber cómo, empiezas a tocar, abrazar y besar sin razón. Será porque se siente bien. Será porque como decía Paul Valéry, lo más profundo que hay en el hombre, es la piel. Aquí pasa de todo y todo pasa, como un buen resumen de la vida. Aquí los problemas se cuelgan con las chaquetas en el guardarropía y, al salir, todos volvemos a ponérnoslos –problemas y chaquetas- para seguir siendo los que éramos, salvo por una sonrisa apenas esbozada y que es capaz de descongelar la madrugada. Sé que suena raro, pero es que los rumberos estamos locos, hermano.

VAIVÉN

(Tercer lugar Concurso Cuento Kilómetros III, Corporación Cultural Creamundos, 2017)



De un día para otro, la tierra empezó a secarse. Los riachuelos se adelgazaron y muchos, simplemente desaparecieron. La lluvia se volvió caprichosa y dejó de visitar los campos como una novia ofendida. Entonces Romualda le dijo a Ninon que había que respetarle a la Tierra su rabia y su silencio. Y que aunque ellas no las conocieran, sus buenas razones tendría la Señora. Por eso era claro como su mano –de lo cual no dudó Ninon porque podía ver cómo en las arrugadas palmas de Romualda, todos los días se hacía la mañana - que deberían ser ellas las que tendrían que moverse. Opinión esta última, con la cual Ninon discrepó rotundamente y amenazó con atarse a la higuera si alguien intentaba sacarla de Tres Esquinas.

Fue así como Ninon pasó una semana amarrada a la higuera. Y, como era de esperar, Romualda no hizo nada por impedirlo. Se limitó a llevarle cada tarde un tazón de caldo de gallina y, sin que Ninon se diera cuenta, abrigarla durante la noche. Romualda la cuidó como a una parturienta. La dejó llorar por la muchacha que hasta entonces había sido; la dejó con su miedo a lo desconocido porque el abrazo de la higuera era el mejor maestro en esos temas; la dejó patear su rabia e impotencia por lo que no podía retener y por ese destino que la llamaba a gritos y al cual ella no quería amamantar.

Ninon, desgreñada y sucia, se mantenía acurrucada a los pies del enorme árbol. Todo el día se estaba así, como un animal herido. El lazo que la unía a la higuera había lacerado su cintura, pero ella cada vez que podía, lo volvía a apretar. Y es que necesitaba sentirlo. En medio de su angustia, ese lazo le daba la tranquilidad de que no se hundiría en el pozo por el que sentía que caía contra su voluntad. Y aunque nunca lo dijo, hubo una noche especialmente oscura en que deseó con toda su alma poder detener los acontecimientos que la arrastraban y bajarse, así sin más, de su vida.

Romualda cada tanto la miraba y respetuosa, velaba a la distancia que ese parto, como los miles que había visto, siguiera el ritmo que le era propio desde que el mundo es mundo. Romualda sabía que tan importante como hablar, era saber cuándo callarse. Como ahora, en que lo único que necesitaba Ninon era el calor de su sopa para ganar la batalla que libraba por salir del capullo.

El caldo de Romualda tampoco falló esta vez. Y a la vuelta de esa dura semana, ambas habían conseguido trabajo en una ciudad cercana a Tres Esquinas, que estaba a casi una hora en autobús. Como si siempre lo hubieran hecho, adquirieron con naturalidad la rutina de levantarse a las cinco de la mañana, dejar todo ordenado y, para cuando empezara a clarear, tomar la destartalada micro que las llevaba puntual a sus lugares de trabajo.

Romualda trabajaba haciendo el aseo en las modernas oficinas de una exportadora de frutas. Ahí se movía silenciosamente, sin que nadie la molestara. Nadie le hablaba, lo cual fue un alivio para ella pues esa gente no le gustaba. Añoraba el olor de la tierra y sus gallinas. Así es que mientras pasaba la aspiradora por los pasillos, por dentro visitaba su paraíso sin interrupciones.

Ninon, por su parte, luego de rechazar dos ofertas de trabajo (en una tienda de ropa y como auxiliar de un dentista con fama de pervertido) se empleó, sin pensarlo dos veces, como dependienta en la tostaduría de un viejo árabe. Con él aprendió del burgol, del falafel, del budka, del kubbe y de miles de preparaciones más, tan raras y sabrosas como sus nombres.

Don Ali pasaba las tardes en el almacén y cuando no había gente que atender, se deleitaba hojeando una gran guía de avisos económicos. De hecho era posible distinguir en cada hoja, la huella de sus manos: sea que se había doblado una punta aquí o estaba medio arrugada allá. O bien, porque algún aviso aparecía medio desteñido de tanto pasarle su dedo –movía su índice suavemente sobre él, dibujando pequeños círculos- como si necesitara además de leerlo, acariciarlo.

“¿Y mi libro?”, preguntaba, cada vez que alguien había sacado del costado de la caja registradora el enorme tomo. Ese alguien siempre resultaba ser su esposa que –ingenua- se afanaba en que dejara “la estúpida costumbre” de leer y releer el ladrillo amarillo. Infinitos intentos la llevaron a regalarle las mejores novelas del momento con la esperanza de que por fin lograra acertar en su gusto y “aprovechara su tiempo”. Pero siempre encontró la misma resistencia en don Alí. Los libros que le traía su mujer caían siempre en dos categorías: le parecían escritos para intelectuales o sólo contenían fealdad, cosa que abundaba en el mundo. Así es que, ni a los unos ni a los otros les reconocía ningún mérito.

Cuando la torre de libros sin leer se volvió más alta que él mismo, Ninon se atrevió a preguntarle a don Alí, qué tenía de especial el que atesoraba entre las manos. El anciano abrió sus ojos como no dando crédito a que alguien le hiciera la pregunta que siempre había esperado. Y con la ansiedad de quien sabe que tiene una sola oportunidad para compartir un secreto y que debe luchar contra el nerviosismo del que ha practicado infinitas veces la respuesta, construyéndola pacientemente hasta dar con la más adecuada, sintió que su momento había llegado. Entonces, con un tono ceremonioso más propio de un obispo, respondió:

-          Este sí vale la pena, m`hijita. Está escrito por gente que no piensa que escribir sea cuestión de dioses. Y por eso, hacen literatura. Es un gran libro con mil autores que te vienen a decir que están aquí; a contarte que en este rato que están en el mundo, saben hacer zapatos, tortas de matrimonio o reparar la cañería. El de más allá, dice que es ingeniero –seguro que está muy orgulloso- y ella, que es peluquera y sabe hacer los mejores visos, los que te apuesto, aprendió a hacer practicando con su hermana. ¿Se fija, mi niña? Ellos simplemente agitan banderitas para que uno los vea.

Cuando a don Alí se le fueron los ojos, siguió leyendo con los dedos. Para entonces, su mujer dejó de molestarlo y Ninon empezó a admirarlo cada vez más: de cada aviso que Ninon le leía, don Alí era capaz de reconstruir a la persona que estaba detrás. Entonces la ceremonia de abrirlo, se convirtió en un paseo cotidiano que, de la mano de don Alí, llevaba a Ninon a visitar el mundo sin moverse del mesón.

Tenía razón Romualda, pensaba Ninon, todo pasa por algo. Aunque ese algo requiriera de una mirada serena y tardía para hallarle un sentido. Pese que a ella le había dolido tanto como a su tía tener que trabajar lejos de la sombra de los robles y los peillines, las cosas empezaban a mejorar para ellas. Y había vuelto a sonreír. Amparada en la tienda de especias de don Alí, se le volvió a iluminar el rostro y con el tiempo, su pelo adquirió la particular fragancia de la harina recién tostada. Misma que provocaba a su regreso, estragos entre los pasajeros del bus y, sobretodo, en el chofer, quien llegó a enamorarse de Ninon de tal manera, que inventaba mil excusas para esperarla cuando se atrasaba, aunque la gente le pateara los asientos o lo insultara por la demora.

Por aquella época, subir a la micro se había convertido en un regalo para Ninon. Las atenciones que le prodigaba el chofer y que Romualda consideraba un descaro, a Ninon le enternecían. Además, y más importante aún, el recorrido en bus le provocaba a Ninon un estado parecido a la meditación. Era como si al subirse, su vida quedara suspendida. El asiento en que viajaba se convertía en el de un cine donde cada día podía presenciar, en primera fila y sin interrupciones, un capítulo más en la vida de los pasajeros. Al contrario de Romualda, Ninon esperaba la micro como se espera la realización de una promesa. ¿Cuánto cabe en una espera? ¿Cuántas esperas hay en una espera? ¿Cuánto se viaja antes de empezar a viajar? Ninon en silencio saltaba de una pregunta a otra mientras Romualda contaba incansablemente las monedas.

Todos los días hacían el mismo trayecto. Pero para Ninon no era exactamente el mismo. La ruta era idéntica, claro. Es cierto también que las casas no cambiaban de lugar y que conocía a todas las personas que regularmente se subían. Sin embargo, el paisaje variaba. Cada día los pasajeros traían consigo un día más sobre los hombros, un día más en el alma. Y a Ninon la subyugaba adivinar esas andanzas.

A aquella mujer, por ejemplo, esta semana le fue bien. Ninon descubre que se le ha posado un destello de malicia en las pupilas y que con dificultad controla una sonrisa que insiste en instalarse en sus labios. Cambió el color de su pelo. Ahora lo tiene más rojizo. Ha sido un acierto, confirma Ninon: su rostro se realza en el magnífico marco que ha elegido, sus ojos bailan descarados y la boca parece que se le quisiera escapar.

Dos asientos más atrás, en diagonal, va un hombre joven de ojos viejos aferrado a su maletín como un náufrago a un madero. A la bajada se peinará con mano decidida. Arreglarse el mechón que le cae sobre la frente se ha vuelto una cábala, un mágico rito que le certifica que este día sí le va a ir bien vendiendo seguros.

Ninon descubre a la que ahora es colorina, regalarle el asomo de una sonrisa al hombre del maletín gastado. Y él le responde, con una mirada firme y felina, como si dijera tú serás mía. En un arranque de timidez y culpa, la del pelo arrebatado se acomoda la falda buscando una excusa para desviar la mirada. De seguro que su novio se hubiera enojado si la hubiera visto en su flirteo. Aunque quizás no (suspira con alivio o más bien decepción), porque en realidad su novio ni teniéndola delante, la mira. ¿Cuándo dejó de mirarla? Su novio ni siquiera ha notado que desde hace un tiempo anda más encendida. Sí, su pelo no es ninguna casualidad. Ella está ardiendo por dentro y por fuera.

Romualda le da unas palmadas en el muslo a la ensimismada Ninon avisándole del próximo paradero donde deben descender. Es raro, pero a Ninon le da cierta nostalgia que el viaje se termine, como si en vez de llegar a las cercanías del lugar donde trabaja, dejara a sus amigos para irse a otro país. De hecho, si no fuera ridículo, Ninon sacaría un pañuelo para hacerles señas y despedirse. A cambio, se consuela con decirles bajito y disimuladamente, hasta mañana.