LUCIÉRNAGAS

(Finalista III Premio Algazara de Microrrelatos 2010, España)


Respiró aliviado. La angustiosa caminata llegaba a su fin. Era un adolescente cuando descubrió la dulzura de aquella calle, y aunque habían pasado veinte años, pudo constatar que, para su fortuna, Dios no se había manifestado en toda su crueldad.

Se arregló el pelo y empezó a caminar lentamente. A medida que avanzaba, una amplia sonrisa se instaló en su rostro, al tiempo que salidas de la nada, iban apareciendo amorosas luciérnagas que primero tímidas y luego confiadas, se le acercaban y danzaban a su alrededor. ¿Cómo no iba a estar feliz? Poco a poco iban cediendo las telarañas de la seriedad con que se había vestido en la adultez y donde antes había un callejón oscuro como su soledad, ahora se abrían paso titilando y alborotadas, una decena de vaginas encendidas.

UN CLICK

(Mención Honrosa III Concurso Literario Internacional Lomas de Solymar 2009, Uruguay)

Dejé de verlo hace mil años. Dejé de verlo hace mil aguas con sus respectivos mil puentes. Y hoy con un click, lo encontré. En su búsqueda me movió la desidia y la incredulidad, o acaso mi infatigable costumbre de andar provocando a los Dioses. Ahora sé, con certeza, que se deben estar riendo de mí.

Quedé congelada y palpitando, igual que la página donde aparece él. Decido ir por un café, a ver si con eso pasan otros mil años. Tengo tres tazones disponibles, pero elijo lavar el cuarto, que reposa desde ayer en el lavadero. Lo prefiero sobre cualquiera. Será porque tiene grabada la fotografía de un instante memorable. En buenas cuentas, más que un tazón -y dependiendo del día- es un faro o un consuelo.

Vuelvo a mi escritorio y su página titila en la pantalla, pese a la ingenua pretensión de que mi demora hubiera borrado cualquier rastro de él. Me acomodo frente al teclado de mi computador como ante mi verdugo, mientras late insistente en mis sienes un “tú te lo buscaste”. Respiro hondo para calmarme y me digo que no hay de qué preocuparse porque, en rigor, no ha pasado nada. Él está ahí, en la pantalla, a un océano de mí y ni sabe –ni tiene por qué saber- que todavía existo.

Me río. Me siento como una niña que se niega a vestirse y salta juguetona en la cama, liberada del peso de sus ropas. Entonces suena el teléfono, y su insistencia me obliga a un aterrizaje forzoso a la realidad, borrando de un manotazo los saltos, las carcajadas, el vértigo y el pelo desordenado.

Vuelvo al punto cero, paralizada frente a la pantalla. Su fotografía sigue ahí, junto a los fabulosos edificios que puede construir y el intimidante directorio del que forma parte. El conjunto resulta imponente. Pero a la evidencia se le abre una fisura y ahora me parece estar frente a un castillo de naipes.

¿Puede un mínimo movimiento cambiar el curso de una corriente marina? No lo sé. Sólo sé que estoy a un click de mostrarle que yo, aún respiro. Sólo sé que estoy a un click de, posiblemente, desordenar su vida. Y a un click de desordenar la mía, definitivamente.