(Primer Lugar Concurso Librería Mediática 2009, Venezuela)
Camino de la escuela, hay una Virgen de piedra. Mi mamá dice que la señora no se ríe porque, de todo lo que ve, no hay nada para la risa. Pero no es cierto. Cuando hago mi baile chistoso, yo sé que se aguanta las carcajadas. Igual que mi mamá.
DESTINO CLANDESTINO
(Finalista Concurso Librería Mediática 2006, Venezuela)
Ella tan seria, bajando siempre en la misma estación.
Yo tan inadecuado, deseando susurrarle un cuento a sus tobillos.
Pero ella tan casada.
Soy capaz de azotarme en el suelo por hacerla reir. Y lo hago.
Me mira desconcertada. Y se rie.
Se rie como si llevara triste una eternidad.
Y se baja en la estación incorrecta.
Y esa tarde su cadera me pide que acaricie sus pequeñas cicatrices; esas blancas estrías que son como luces en mi oscuridad.
Y esa tarde le doy gracias a Dios que en la ciudad todavía hay lugar para el pecado.
Ella tan seria, bajando siempre en la misma estación.
Yo tan inadecuado, deseando susurrarle un cuento a sus tobillos.
Pero ella tan casada.
Soy capaz de azotarme en el suelo por hacerla reir. Y lo hago.
Me mira desconcertada. Y se rie.
Se rie como si llevara triste una eternidad.
Y se baja en la estación incorrecta.
Y esa tarde su cadera me pide que acaricie sus pequeñas cicatrices; esas blancas estrías que son como luces en mi oscuridad.
Y esa tarde le doy gracias a Dios que en la ciudad todavía hay lugar para el pecado.
PEQUEÑA HISTORIA
(Primer Lugar Concurso Revista Archivos del Sur 2009, Argentina)
No podía respirar. Sus oídos se taparon y todo a su alrededor quedó en silencio. Salvo su corazón. Éste subió asustado queriendo salirse por la boca, pero quedó atascado en la garganta y latía desesperado. En un segundo, en la inmensidad de un pequeño segundo, ese veinticinco de diciembre su vida dio una vuelta de revés y quedo ahí, en carne viva. Pero era un regalo, aunque costara creerlo. Era un regalo que quemaba. Por eso lloraba, por ese oscuro sol que ardía frente a él. Y es que cuando los dioses te acarician, lo hacen sin piedad.
Había pasado un año. Un largo y triste año donde la pregunta había quedado flotando dolorosamente, huérfana de respuesta. Y volvía cada cierto tiempo. “¿Qué niña tendrá a Estrellita?¬”. Hacia un año, se había abierto una fisura. Salieron del almacén apurados y volvieron al lugar donde habían estado jugando. En el borde del columpio cojo fue la última vez que vio a Estrellita, sentada por su dueña pierna arriba como una señorita. Él era el papá y no podía llorar. En ese momento debía abrazar a su hijita e inventar una dulce explicación que calmara sus sollozos, crear un sentido que no existía para justificar que Estrellita ya no estaba. Y que, de seguro, no iba a volver.
Se fueron caminando lentamente y preguntando, a quien se cruzaba, si habían visto una muñeca morena, de pelo largo y ojos de estrella. Resignados a la pérdida y luego de dar varias vueltas a la oscura manzana, llegaron a la pieza que Miguel arrendaba; al palacio donde la princesa podía saltar en la cama hasta aburrirse y donde habían sido expulsados por su majestad, el brócoli y las betarragas.
***
Se había ido a ese país para trabajar. Pero trabajo era de las tantas cosas que había para otros. Trataba de darse ánimos, diciéndose que valía la pena estar lejos de Cloe. Se repetía que esto lo hacía precisamente por ella y que, apenas ganara algo, le compraría una muñeca para que la acompañe mientras él no esté.
Hacía frió afuera y adentro cuando Miguel la vio por primera vez. La muñeca estaba en la parte baja de la vitrina y a un precio absurdo por una pequeña mancha en el pantalón bordado que tenía. Era morena como Miguel quería. Tenía el pelo largo y era de género -blanda para acurrucarse- y con unos ojos de estrella que enamoraron a Miguel y más tarde a Cloe. Estrellita se llamaría. No dudó en que a Cloe le encantaría ese nombre. Tenía menos frío adentro cuando se la llevó.
Se fue en bicicleta de regreso, sintiendo algo que le recordaba a la alegría. La muñeca sería el lucero que le recordaría de dónde viene y adónde va. Respiró más tranquilo: supo que ella haría titilar los ojos cuando tuviera miedo de perderse en la nada más inmensa que hasta entonces había conocido.
Pedaleaba veinte kilómetros todos los días. El problema de sus ojos se había agravado con ello, pero valía la pena. Ya estaba Estrellita. El resto era sólo cosa de esperar. Según el día, Miguel elegía almorzar o cenar. Eres afortunada Estrellita de no tener que tomar estas decisiones, le comentó una vez.
En la biblioteca ya lo conocían. Lo bueno es que, si bien todos coincidían en considerar que Miguel estaba loco, finalmente les resultaba inofensivo y amable. Y cuando empezó a llegar con Estrellita fue la noticia que le puso diversión al lugar. Por lo que empezaron a sonreírle como nadie lo había hecho hasta entonces en esa ciudad. Estrellita le traía suerte, qué duda cabía. Dejaron de ponerle problemas para sacar libros; los diarios del día anterior se los empezaron a regalar y nunca más lo apuraron para que desocupara el computador donde día por medio enviaba correos a los amigos.
Cuando se desmayó por tercera vez en una semana, se preocupó. Y decidió preocupar a sus amigos. ¿Por qué llevas las cosas hasta los extremos, Miguel? Fue lo que le dijeron, más o menos, todos.
Una señal. Si al menos tuviera una señal. Lo que hace el hambre sobre un ateo, se respondió y terminó riéndose de sus patéticas peticiones. Y decidió volver. Esa había sido la señal que necesitaba: debía volver porque empezaba a dejar de ser él mismo; sentía cómo doblaba las rodillas más seguido y frente a eso, prefería morirse. Y si de morirse se trata, que lo último que vea, sean los ojos de mi niña, se dijo.
Le habían tomado cariño en la biblioteca y más de uno se entristeció al saber que ya no vendría a interrumpir el largo bostezo de sus vidas.
***
Seguía sentado en la plaza sin hacer nada. Su corazón se había calmado un poco. Al menos, no sentía que se iba a morir ahí mismo. Estrellita no se había movido de su lugar en el banco de enfrente. “¿Qué niña tendrá a Estrellita?”. Se lo había preguntado cientos de veces. Todos los días se había desviado de su camino para poder pasar por la plaza donde la habían perdido. Pero nada. Sólo encontraba la rabia y la impotencia por algo tan injusto. Es que ella no podía perderse. Esa muñeca era especial: había sido capaz de resucitar a un muerto y devolverle la risa a una niñita de piedra.
Entonces vio venir a la nueva dueña de Estrellita. Se notaba que la niña era tan buena mamá como lo había sido Cloe: corrió a abrazar a su muñeca, la llenó de arrumacos y le sacó el chaleco porque hacía calor. Luego la sentó en su falda y le tomó la manito para que saludara al señor que estaba al frente y que tenía cara de pena. La niña era grande, de unos treinta años. Poseía unos dulces ojos rasgados y la inocencia del retardo. Miguel sonrió. Estrellita seguía haciendo milagros.
No podía respirar. Sus oídos se taparon y todo a su alrededor quedó en silencio. Salvo su corazón. Éste subió asustado queriendo salirse por la boca, pero quedó atascado en la garganta y latía desesperado. En un segundo, en la inmensidad de un pequeño segundo, ese veinticinco de diciembre su vida dio una vuelta de revés y quedo ahí, en carne viva. Pero era un regalo, aunque costara creerlo. Era un regalo que quemaba. Por eso lloraba, por ese oscuro sol que ardía frente a él. Y es que cuando los dioses te acarician, lo hacen sin piedad.
Había pasado un año. Un largo y triste año donde la pregunta había quedado flotando dolorosamente, huérfana de respuesta. Y volvía cada cierto tiempo. “¿Qué niña tendrá a Estrellita?¬”. Hacia un año, se había abierto una fisura. Salieron del almacén apurados y volvieron al lugar donde habían estado jugando. En el borde del columpio cojo fue la última vez que vio a Estrellita, sentada por su dueña pierna arriba como una señorita. Él era el papá y no podía llorar. En ese momento debía abrazar a su hijita e inventar una dulce explicación que calmara sus sollozos, crear un sentido que no existía para justificar que Estrellita ya no estaba. Y que, de seguro, no iba a volver.
Se fueron caminando lentamente y preguntando, a quien se cruzaba, si habían visto una muñeca morena, de pelo largo y ojos de estrella. Resignados a la pérdida y luego de dar varias vueltas a la oscura manzana, llegaron a la pieza que Miguel arrendaba; al palacio donde la princesa podía saltar en la cama hasta aburrirse y donde habían sido expulsados por su majestad, el brócoli y las betarragas.
***
Se había ido a ese país para trabajar. Pero trabajo era de las tantas cosas que había para otros. Trataba de darse ánimos, diciéndose que valía la pena estar lejos de Cloe. Se repetía que esto lo hacía precisamente por ella y que, apenas ganara algo, le compraría una muñeca para que la acompañe mientras él no esté.
Hacía frió afuera y adentro cuando Miguel la vio por primera vez. La muñeca estaba en la parte baja de la vitrina y a un precio absurdo por una pequeña mancha en el pantalón bordado que tenía. Era morena como Miguel quería. Tenía el pelo largo y era de género -blanda para acurrucarse- y con unos ojos de estrella que enamoraron a Miguel y más tarde a Cloe. Estrellita se llamaría. No dudó en que a Cloe le encantaría ese nombre. Tenía menos frío adentro cuando se la llevó.
Se fue en bicicleta de regreso, sintiendo algo que le recordaba a la alegría. La muñeca sería el lucero que le recordaría de dónde viene y adónde va. Respiró más tranquilo: supo que ella haría titilar los ojos cuando tuviera miedo de perderse en la nada más inmensa que hasta entonces había conocido.
Pedaleaba veinte kilómetros todos los días. El problema de sus ojos se había agravado con ello, pero valía la pena. Ya estaba Estrellita. El resto era sólo cosa de esperar. Según el día, Miguel elegía almorzar o cenar. Eres afortunada Estrellita de no tener que tomar estas decisiones, le comentó una vez.
En la biblioteca ya lo conocían. Lo bueno es que, si bien todos coincidían en considerar que Miguel estaba loco, finalmente les resultaba inofensivo y amable. Y cuando empezó a llegar con Estrellita fue la noticia que le puso diversión al lugar. Por lo que empezaron a sonreírle como nadie lo había hecho hasta entonces en esa ciudad. Estrellita le traía suerte, qué duda cabía. Dejaron de ponerle problemas para sacar libros; los diarios del día anterior se los empezaron a regalar y nunca más lo apuraron para que desocupara el computador donde día por medio enviaba correos a los amigos.
Cuando se desmayó por tercera vez en una semana, se preocupó. Y decidió preocupar a sus amigos. ¿Por qué llevas las cosas hasta los extremos, Miguel? Fue lo que le dijeron, más o menos, todos.
Una señal. Si al menos tuviera una señal. Lo que hace el hambre sobre un ateo, se respondió y terminó riéndose de sus patéticas peticiones. Y decidió volver. Esa había sido la señal que necesitaba: debía volver porque empezaba a dejar de ser él mismo; sentía cómo doblaba las rodillas más seguido y frente a eso, prefería morirse. Y si de morirse se trata, que lo último que vea, sean los ojos de mi niña, se dijo.
Le habían tomado cariño en la biblioteca y más de uno se entristeció al saber que ya no vendría a interrumpir el largo bostezo de sus vidas.
***
Seguía sentado en la plaza sin hacer nada. Su corazón se había calmado un poco. Al menos, no sentía que se iba a morir ahí mismo. Estrellita no se había movido de su lugar en el banco de enfrente. “¿Qué niña tendrá a Estrellita?”. Se lo había preguntado cientos de veces. Todos los días se había desviado de su camino para poder pasar por la plaza donde la habían perdido. Pero nada. Sólo encontraba la rabia y la impotencia por algo tan injusto. Es que ella no podía perderse. Esa muñeca era especial: había sido capaz de resucitar a un muerto y devolverle la risa a una niñita de piedra.
Entonces vio venir a la nueva dueña de Estrellita. Se notaba que la niña era tan buena mamá como lo había sido Cloe: corrió a abrazar a su muñeca, la llenó de arrumacos y le sacó el chaleco porque hacía calor. Luego la sentó en su falda y le tomó la manito para que saludara al señor que estaba al frente y que tenía cara de pena. La niña era grande, de unos treinta años. Poseía unos dulces ojos rasgados y la inocencia del retardo. Miguel sonrió. Estrellita seguía haciendo milagros.
LA DESORDENADA
(Primer Lugar Concurso Santiago en 100 palabras 2009, Chile)
A doña Clara te la encuentras en la esquina de Bandera con Catedral. Se la pasa tejiendo animalitos con coloridas hebras de crin de caballo que ella misma tiñe. En un trapo extendido en la vereda descansa su delicado zoológico, el que se niega a pinchar con alfileres aunque se le vuele. Por eso, día por medio, a un taxista le golpea el vidrio una libélula azul o a una señora pituca le pega en el ojo una ranita anaranjada. Doña Clara no hace ni el amago de rescatarlas. Se ríe no más, de la cara que pone la gente.
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