EL PRESTIDIGITADOR

(Primer Lugar IX Concurso Gonzalo Rojas Pizarro, 2012, Chile)


El prestidigitador necesita dos pares de manos porque no puede con el mundo con un solo par. Sus manos, las que nacieron con él, no tocan las cosas ni se dejan tocar. Ni por el sol. En su habitación se da permiso para sacarse los guantes -esas manos que no son sus manos- y los deja tirados sobre la cama. En las manos que no puede sacarse, los nudillos apenas se distinguen, ausentes y eternamente niños, como si durmieran el sueño uterino, acunados por la envoltura de una carne mullida. Las yemas de los dedos parecen globitos muy inflados que, al no haber conocido el roce del mundo, han crecido a su antojo. Me inquietan esos dedos expertos en huir de la aspereza y que se han perdido la fiesta de la lengua de un gato. Si pudiera, entraría en silencio a su habitación y, mientras duerme, buscaría la mano que cuelga al borde de la cama y se la untaría en mermelada. Luego, dejaría un gatito para que se deleitara con el dulce alimento en el original pocillo. Sé que al instante despertaría aterrado él y feliz su mano. Pero como a mí solo me importa ella y su gemela, me deja indiferente el escándalo que pudiera hacer el dueño. Mas temprano que tarde lo haré, porque yo me debo a sus manos.

Manos de piel translúcida como papel de arroz. Da la impresión que no corriera la sangre por ellas, como si el temor fuera un torniquete en cada muñeca destinado a estrangular el paso lujurioso de la sangre. Aquellos centinelas únicamente permiten la existencia de un brevísimo riachuelo, apenas el mínimo necesario para que a su dueño no se le mueran las agónicas ventosas que lo unen al mundo. Esas fuertes amarras sólo puede deshacerlas una lengua dedicada y laboriosa. Como la mía.

Manos de prestidigitador que hacen aparecer y desaparecer cosas. Manos con vocación de luciérnagas que viajan con agilidad y precisión por el aire. Manos que hipnotizan. Sus manos son las manos del mejor ilusionista. Pero a mí no me engaña.

Conozco de memoria su acto de tanto que lo he visto. Diecisiete veces en total, contando el de hoy. La tercera vez que fui a ese magnífico teatro, cometí la torpeza de sentarme en la misma butaca de las dos veces anteriores y me descubrió. Me miró fijo y tan fuerte, que me dejó ensartada en la silla sin poder moverme durante las dos horas que dura el espectáculo. Cada cierto tiempo volvía a mirarme para presionar a distancia el alfiler que me había atravesado, como si quisiera asegurarse de que no me pudiera zafar. Y el ilusionista lo habría conseguido si no hubiera cedido por un segundo a los aplausos, esos que con el tiempo descubriría eran su punto débil; la fracción de segundo en que bajaba la guardia y se entregaba a la ovación final como un drogadicto. Aquella vez aproveché ese instante para escaparme, el único y brevísimo momento en que las cosas y las personas dejaban de ser los títeres de su capricho.

Luego de ese tremendo susto, lejos de inhibirme, volví. Sabía que mi presencia lo había molestado, como si presintiera que yo estaba ahí para develar sus trucos. Y eso era cierto y falso a la vez. Como era cierto que él hacía magia y no. Yo andaba detrás de otro sortilegio que él dominaba, quizás más cercano a la brujería. Ese que había transmutado sus manos, doblegándoles la vocación por acariciar. Si algo sé de magia es que, para que resulte, requiere de la participación de la víctima. O sea, no bastaba con que él quisiera mutilarles el sentido a sus manos, para que éste se deshiciera. Era necesario que hubiera comprendido -y utilizado a su favor- la historia de aquellas; lo que anhelaban, lo que temían, lo que soñaban, lo que les dolía y, sobretodo, en lo que creían. Con esa poderosa información, debió dedicarse sistemáticamente a confundirlas y torturarlas hasta que ellas, vencidas hasta el último tendón, le hubieran dicho en un susurro agónico, tienes razón. Quebrada la voluntad, el resto viene por añadidura. Así estaban sus no-manos, dos apéndices que le colgaban de los brazos, movidas como zombies por su dueño, quien parecía deleitarse con la crueldad. Confirmaba mi sospecha, la arrogante sonrisa que lucía en todas partes, esa mueca de dientes a la vista que suelen llevar como corbata quienes tienen todo bajo control.

Frente a eso, y como en tantas otras ocasiones, decidí apostar por el caballo más flaco. ¿Por qué? No sé. Será una tara mía que traigo desde niña y que me hacía elegir, frente a la incredulidad de mis padres, a la muñeca coja o tuerta de entre las que ponían a mi alcance. Yo sabía que ésa tendría una razón para vivir y yo la ayudaría. Las otras, las muñecas bellas, vivían en un limbo entre el ensueño y la inconsciencia, donde yo para ellas, no existía ni resultaba necesaria. Pero con la fea, nos entenderíamos. Sabía que juntas, llegaríamos lejos. Y así fue.

Por eso le aposté a esos muñones; a esos pedazos de carne blanquecina horrorosamente obedientes que en cada movimiento perfectamente ejecutado, me gritaban su padecimiento. En realidad, no le aposté a esas manos o a lo que quedaba de ellas. Más bien me jugué todo, al afán de sobrevivir que suponía escondido en algún discreto pliegue de aquellas; creía -y quería creer- que la fe aún viviera en un trozo de esa piel. Imaginaba que en medio de indecibles dolores, a alguna de esas manos prisioneras se le hubiera ocurrido pensar que algún día el sufrimiento terminaría y que ello dependía de que lograran estirar el tiempo hasta que llegara ese momento. Si esa improbable ocurrencia hubiera tenido lugar, habría anidado en ellas una esperanza lo suficientemente poderosa como para hacerles llevadero el dolor de la mentira confesada a su torturador. En eso creía. En eso, necesitaba creer.

Así fue como, armada con mi precaria certeza y mi característico entusiasmo por defender las causas perdidas, me propuse desbaratarlo. Él me importaba un bledo. Yo me había enamorado de sus manos y estaba decidida a liberarlas. Mi enemigo no era un enemigo pequeño –nunca lo son-, así es que debía actuar con cautela. Él es muy rápido y yo muy lenta. Él posee una inteligencia aguda de la que carezco. Pero sabía que los toros se matan de a uno y de a uno los abordaría. Lo primero que hice fue, para las siguientes veces que asistí a ver su número, preocuparme de conseguir butacas en distintos lugares. De ese modo escaparía a las águilas de sus ojos y podría apreciar su espectáculo desde distintos ángulos.

Hoy me ha tocado el lugar D 37, a un costado del escenario. Me acurruco en mi sillón, abrazando mis rodillas. Mi vecino, un señor enorme y enormemente serio, frunce el ceño reprobando que mis zapatos se apoyen en el borde de la butaca. “Lo que es usted, aunque quisiera, no podría hacerlo” le respondo con el latigazo de una de mis cejas dando por terminada la desagradable intromisión en el refugio de chinchilla que pacientemente me he construido. De vuelta en mi madriguera, me río a mis anchas de lo que, de enterarse, a nadie causaría gracia.

Esta vez el prestidigitador parece inquieto. Ha perdido el aplomo en los pasos. Tampoco cuenta con la sonrisa sarcástica, ésa a la que se subía como a zancos, para desde aquella altura burlarse de los demás. Cruza el escenario a todo lo largo, mirando de un lado a otro como si buscara el sitio exacto por donde se cuela una desagradable corriente de aire frío. Parece una serpiente sacada de su hábitat, retorciéndose furiosa.  Los focos lo alumbran sólo a él y, sin embargo, se empeña en tantear la oscuridad; en identificar en medio de ese bosque de cabezas la causa de su incomodidad.

Me tapo la boca con la bufanda para esconder la risa que se me sale a borbotones. El señor enorme sólo puede ver mis ojos, que lagrimean de tanta risa y de tan emocionados que están al descubrir que las manos del mago están enrojecidas como si las llevara encendidas. Las rebeldes manos palpitan y sudan felices, celebrando su liberación, mientras su dueño sigue moviéndose por el escenario de un modo errático. Por si fuera poco, el prestidigitador luce unas ojeras descomunales; dos bolsas fofas que le cuelgan de los ojos y que guardan el enorme cansancio de una noche en vela. Y claro, es más que comprensible: ¿Quién podría haber pegado los ojos luego de despertar de un salto en mitad de la noche, con una mujer arrodillada al borde de su cama lamiéndole las manos?