EL VIAJE

(Segundo Premio XIX Concurso de Cuentos Valentín Andrés 2010, España)


Sentada sobre la cama, Ninon revisa sus ahorros. Para su sorpresa, el dinero que ha reunido es más que suficiente para lo que tenía pendiente: volver, después de tanta agua y tantos puentes, a donde nació. Se conoce lo suficiente para saber que si no lo hace ahora, su miedo le ganará otra batalla. Ya en el avión que la lleva a Antofagasta, se abrocha el cinturón, obediente a la instrucción de la voz del piloto que anuncia que van a despegar. Respira hondo, tratando de calmar su corazón enloquecido. Siente que esta máquina le va a partir el cuerpo con su insistente ronroneo. Pero este viaje debe hacerlo. Necesita hacerlo. Necesita ir por la niña que fue; necesita acunarla y traerla a casa de nuevo, para ir, poco a poco, sanando su alma. Ninon reclina el asiento y cuelga la armadura. Paulatinamente la va invadiendo el sueño. Y, soñando, recuerda.

Pone cuidadosamente las tapitas de bebida sobre el riel. Ha conseguido las mejores y más codiciadas: las que de un lado lucen un brillante rojo. Son cinco las tapas medio deformes que habían sido desechadas, pero que milagrosamente ella había salvado de la basura. Y no sólo eso, además les había prometido que se convertirían en princesas guerreras cuando pasara el tren. Mientras esperan, Segunda sienta en una piedra a su muñeca tuerta, la que anda toda coqueta con el nuevo abrigo de piel que le hizo la abuela descuartizando un distraído ratón. La niña se llama Segunda porque fue la segunda en nacer y lo hizo demasiado pronto como para ser merecedora de los preparativos y la fiesta que acompañó la llegada de su hermano. Ella simplemente llegó cuando nadie la esperaba y pronto desapareció en la cotidianeidad, acompañada sólo por los muebles y su abuela. De hecho, ni nombre alcanzaron a buscar en las estrellas para regalarle un destino. Simplemente era la segunda, y Segunda, se llamaría.

Empieza a irse lentamente el fuego del cielo; se retira ese sol que no conoce la piedad. Y todo lo que era aplastado por el pesado manto de calor, agradece la pausa, estirándose. Piedras, hombres y bestias sonríen en ese escaso tiempo, antes de que el péndulo que marca el ritmo de esta tierra, oscile hasta el otro extremo y las cosas vuelvan a encogerse, esta vez, para protegerse de la helada. La pequeña decide que le pedirá a su abuela que le haga un abrigo a ella, para que no le gane este frío que es capaz de partir hasta las piedras. Escucha a lo lejos los gritos de su madre y se resigna a recoger sus tesoros sin que se haya producido el milagro. Hoy no pasó el tren, lo cual termina de arruinar su largo día. Esconde las coloridas tapas en el bolsillo y toma en brazos a su muñeca.

La puerta de la casa está siempre cerrada; bloqueada a las visitas, como el corazón de sus dueños. La única forma de entrar es pasando por la pulpería, lo cual hace que nunca Segunda se escape al control del padre, inamovible en el mesón como fiero guardián. Bueno, casi nunca. Con el tiempo, la niña –entrenada por su abuela- ha desarrollado notables habilidades de contorsionista que le permiten escurrirse por un hueco mínimo en el último nivel de la repisa donde se guardan los sacos de azúcar. Segunda se escapa a comprarle cigarrillos a la abuela. Como premio, Segunda se cobra con un tarro de leche condensada; ese magnífico invento que le alegró infinitas veces la infancia.

Segunda hunde su dedo en el espeso líquido mientras su abuela -que casi está de su mismo tamaño de tanto que se ha encogido- fuma tranquilamente. Se ríen de sus travesuras mientras le sacan el pellejo a uno de los tres ratones que las arrugadas manos capturaron esta tarde. Sin sacarse el cigarro de la boca, la curiosa costurera alimenta los anhelos de la pequeña: -¿Así es que quieres un abrigo, niña?- La boca pegajosa de la pequeña adopta un aire de poco visto respeto. Esa boca suya, capaz de escupir a dos metros y lanzar groserías que pueden hacer palidecer a un camionero, se vuelve temblorosa y se adelgaza como si estuviera frente a Dios.

-Te hice una pregunta-, le insiste, mientras apaga la colilla contra el piso de tierra. Luego de retorcer en el suelo lo que queda del cigarro, hunde el cuchillo en el último y escuálido animal que falta por desollar. -¿Bueno, y? ¿Lo quieres o no lo quieres? Y anda respondiendo lueguito, que a mi me vendrían de maravilla unas nuevas pantuflas-. Un débil sí, modula la acorralada Segunda y el dedo suspendido en el aire, sorprendido por los oscuros ojos de la abuela, gotea en los toscos zapatos de la pequeña.
- Bueno, entonces mis pies tendrán que esperar porque la reina quiere un nuevo traje.
- Yo no soy una reina- alcanza a decir la niña justo antes de que un puño invisible le apriete la garganta.
- ¿Cómo que no? ¿Quién es la más rápida? No me vas a decir que el tonto de tu hermano. ¿Quién escupe más lejos? ¿Quién es invencible con el run-run? Usté es la reina m’hijita, ¿Me oyó?

Segunda sonríe como sólo se sonríe a los seis años y deja a la vista el gran hueco de sus dientes perdidos, que compite con el de la abuela que se ha revelado sorpresivamente, amparado en el calor de la absoluta confianza. Terminada la labor y los manjares, e indiferentes al enojo materno que saben que lo acompaña, dejan el tarro -vacío de leche, pero lleno de colillas- en la puerta de la pieza de la abuela, que está al fondo del patio que mal disimula la vergüenza familiar. -Ya -sentencia la anciana-, váyase a leer. Aquí tiene un paquete de velas que le robé a su padre esta mañana. Mire que tiene que alimentar el seso para que le salgan alas y así nos podamos ir las dos volando.

Segunda, en ese entonces, ignoraba que no podría sacar a su abuela de aquella jaula. Primero, tú, le insistía ella. Luego, yo. Pero la conquista de un nombre y un destino, le tomó a Segunda más tiempo y sangre de lo que le había dicho su abuela. Y sumaría a ese dolor, muchos años más tarde, el que su madre no le avisara de la agonía del pajarito. Esa fue la prueba definitiva para convencerse de la inverosímil posibilidad de que, a veces, tu peor enemigo, sea quien te ha parido.

Ahora Segunda, en puntas de pies, entra a la pieza donde duerme su hermano. Con la maestría de un gato, se mete debajo de la cama y se acuesta de espaldas para tantear el escondite donde protege sus pertenencias. Colgando de los resortes hay dispuestas varias bolsas que burlan la escoba matutina. En una de ellas encuentra la caja de fósforos y procede a despegar y estirar la mecha de una de las velas. Luego prende un fósforo y con la solemnidad de un sacerdote otorgando una bendición, acerca la pequeña llama a la vela. De inmediato aparece un buen chorro de luz. El libro que dormía en otra bolsa despertó y empezó a querer zafarse. Segunda lo silenció con una tierna pero firme reprimenda. Si seguía haciendo tanto escándalo los descubrirían a todos. Ten paciencia, le explicaba maternal, mientras lo sacaba y buscaba la estampita de la Virgen de la Tirana que marcaba obedientemente en qué lugar la habían vencido las pestañas. Hallada la página, la niña lo abrió y el libro se estiró desperezándose de la larga siesta. Y entonces, ante le caricia de los ojos de la ávida lectora, cada letra se regocijó al cumplir su vocación de burlar el olvido y la muerte.

A la mañana siguiente, ella se había convertido en Sandokan y se vengaría de este tigre que la había atrapado y que insistía en hacerle los moños que odiaba, los cuales desarmaría con la misma meticulosidad con que fueron hechos, apenas traspusiera la puerta de la casa. El tigre gruñe tratando de asustarla, pero Sandokan no se amilana por tan poco y resiste estoicamente los tirones que desenredan su melena. La impaciente madre se rinde a la lucha con esa crencha rebelde como su hija. Liberada de las zarpas, Segunda corre a buscar el bolsón de cuero tan grande y pesado como ella. Su madre ruge una vez más cuando la ve devolverse veloz hasta la pieza. Sandokan hace gala de sus reflejos y en un santiamén está de vuelta con las tapitas de bebida escondidas en el calzón. Cuando vuelva de la escuela, pasará a probar suerte con el paso del tren; a ver si esta vez, visita el pueblo ese magnífico animal que nunca se está quieto y siempre parte lejos buscando algo más. Como ella.

Sale de la casa con su obeso hermano, bajo el ojo vigilante de la madre. Pero al dar vuelta a la pulpería, Segunda inicia una veloz carrera hasta perderse. En la esquina se gira para saborear la rabia y la respiración agitada de quien, inútilmente, intenta seguirla. Se siente mejor así, caminando sola, sin el parloteo incesante de su hermano. Esa larga caminata, curiosamente, la reconforta. Por eso la cuida y la busca como si fueran los momentos que está con su abuela. Los ocasionales acompañantes que a veces aparecen en su trayecto, se dan cuenta de la solemnidad del momento y son respetuosos de su silencio. Como este perro vagabundo que la olfatea; quiltro flaco y de pelo amarillento que ahora la mira con ojos inmensos como si le hablara parpadeando.

- Hola Choclo!

Segunda saluda al perro con una familiaridad que haría pensar que lo conoce de antes. El animal mueve la cola frenéticamente como si pretendiera sacársela. -¡Yo sabía que te llamabas Choclo!-, dice Sandokan satisfecha del acierto, mientras cambia de lado el pesado bolsón. Los lustrados zapatos ya están llenos de tierra; de la misma tierra con que están hechos esos cerros. Molesta, mira a los cerros como pidiéndoles explicaciones. Pero de inmediato los disculpa porque son tan lindos que no hay cómo enojarse con ellos. Ojalá pudiera estar aquí su profesora, que siempre la reta porque ella los pinta rosados, verdes, celestes o morados. Los cerros son café, le dice la maestra cada vez y Segunda piensa que si estuviera aquí, vería que ella es la que tiene razón: los cerros son de colores. Y se mueven. Bueno, esto no se lo ha dicho nunca porque, seguramente, mandaría a llamar a sus padres. Pero los cerros, se mueven. En sus caminatas ella ha visto como un cerro chiquito, se ha ido a jugar con aquel grande y su abuela ha confirmado la inquietud de las cimas, relatándole cómo, tantos mineros han perdido el rumbo sin haber trastocado un solo paso, para aparecer luego como un pellejo seco que cuesta reconocer.

Mientras sus compañeros deletrean con dificultad las letras que la impaciente profesora va mostrando en unos cuadrados de cartulina, Segunda raspa con un clavo su banco. Con su pequeña espada, logra dejar su marca para que los salvajes no tengan la osadía de pisar los territorios de Sandokan. Son cinco círculos medio chuecos atravesados por una línea, que representan a su temible run-run. La marca es como un anticipo del que se va a construir esta tarde para reponer el que le robó su hermano, dejándola indefensa frente al Chulo y el Pacheco cuando le quitaron la colación. Tiene grabada a fuego la escena: ellos, que le doblan la estatura, se devoran el pan con mortadela, riéndose de ella. Eso sí, más le dolió ver que estaba con ellos, su hermano.

Con la manga de la camisa abrillanta el pedazo de fierro donde luego, cuidadosamente, pone las tapas de bebida. Ahora apoya la oreja en el riel buscando los latidos de la fiera que lo recorre. Se endereza y le lanza una mirada furiosa a su muñeca, haciéndola callar. Acomoda la última tapita para que guarde la perfecta simetría de sus hermanas. El Choclo aparece de la nada y se sienta a su lado. De improviso, rompe la silenciosa espera, la voz gangosa del hermano. -Allá está, mamá. Yo te dije que andaba jugando otra vez en la línea del tren-. Segunda no lo vio venir. Tampoco anticipó el palo de escoba que traía la madre y que deja caer sobre su menuda espalda. El mismo palo le reventó la cabeza al perro que salió en su defensa.

***
El brasero se encuentra en una esquina de la habitación. Encima está la tetera de aluminio y la tapa baila rítmicamente al son de la ebullición del agua. La abuela, cada tanto, toma la tetera sin mayor protección. Sus manos callosas se ríen de esa manilla caliente que haría gritar a cualquiera y le llenaría de ampollas la piel. Pero a ella no; mal que mal, tiene años y méritos, y la vida la ha recompensado generosamente con un cuero duro que resiste el calor y el frío, los insultos y las burlas. Lanza un chorrito de agua sobre la vasija que tiene entre las piernas. El agua caliente hace salir pequeñas burbujas del emplasto verde, hecho de hojas de matico que ella pacientemente mastica y escupe. Luego, sopla la preparación y la revuelve con el dedo para verificar consistencia y temperatura. La cuchara de su mano, saca un poco de la tibia mezcla y la extiende en el lomo de la niña que ya se ha dormido de tanto llorar. La anciana le reza al matico para que sane la magullada piel; para que su espíritu cicatrizante alivie la espalda de su protegida. A continuación, pone un diario viejo encima de la espalda de Segunda para que guarde el calor, al que le sigue la frazada. Ella se quedará cantando bajito para animar a la hierba y meterle conversación para que no se duerma.

Lentamente el cielo va cambiando de color y una suave claridad comienza a filtrarse por la ventana. La niña abre los ojos y se queda quieta mirando a la abuela en su ajetreo; mirando cómo esas manos nunca dejan de hacer milagros. -Abuela, el Choclo se murió ¿Verdad?-

La robusta mujer no se sorprende con el temprano despertar de la niña. No hacía mucho, había visto los primeros movimientos de los ojos y había sonreído frente a los aleteos tímidos de los párpados, como si se tratara de una mariposa que está naciendo y que se afana en despegar las alitas. Aspira su cigarro y abraza el tazón de té con ambas manos para que le traspase su calma. Toma un gran sorbo y le responde:- Sí y no. Su abuela no le ha mentido nunca, piensa la niña, ¿Por qué lo haría ahora? -Yo no miento- le dispara, adivinando sus pensamientos. -No a ti, porque me importas-. La abuela toma un trago de su té y continúa.-Me pediste que fuera a verlo y fui. Pero cuando llegué, ya se le había ido el duende. Le junté las patitas y le limpié el hocico. Y cuando empecé a cavar un hoyo para salvarlo de los jotes, me di cuenta de que no estaba solo.

Pone más agua caliente en el pequeño tarro donde se remojan las perfumadas hojas de té. Le alcanza una taza a la niña y un pedazo de pan que acaba de sacar de las cenizas para alegría de la pequeña. -Lo que pasa es que te equivocaste con el Choclo, Segundita…porque era Chocla- No bien termina la frase, saca de abajo de su cama una caja de cartón donde, entremedio de unos trapos, duerme un cachorro de pelaje amarillo y una gran mancha negra rodeándole los ojos. La niña salta emocionada y abraza a su abuela. Luego toma al perrito y lo acomoda en su falda. Su dedo, sin salir del asombro, acaricia el antifaz del que será su fiel compañero. -Sólo Sandokan puede tener un perro así-, la anima la abuela. -Mi madre no me va a dejar tenerlo. -De tu madre, me encargo yo-, sentencia severa. Y agrega: ¿Y qué me dices ahora? ¿La Chocla, sigue viva o no?

Segunda se sonríe avergonzada de haber dudado de su abuela. Y aquella, satisfecha de su triunfo, le da un coscorrón. -Ya, váyase a la escuela que se le hace tarde. Ah, por si acaso, las tapitas están en el fondo del bolsón-. Segunda no cabe en sí de felicidad. Aunque una sombra empieza a rondar su alma. -Abuela, tu no te vas a morir nunca ¿Verdad?- le dice mirándola fijo. Sí y no-, le responde la abuela.

Segunda está recostada sobre la tierra. Su cabeza –y la de la muñeca- se apoyan en el bolsón. No es muy blanda la almohada, pero es mejor que las piedras. Mientras tanto, las tapas de bebida empiezan a bostezar por la larga espera. Cuando están a punto de dormirse, escuchan un lejano rumor que va creciendo. Luego, la tierra empieza a temblar. Segunda se levanta de un salto y aprieta fuerte a su asustada muñeca. No tengan miedo, les grita a las tapas que tiemblan sin poder controlarse. No tengan miedo. Su último grito no se escucha por el violento paso del tren que hace que su corazón quiera escaparse por las sienes. Un remolino de viento le desordena el pelo y le ensucia la ropa. La tierra se le mete por la nariz y por los ojos. Le duelen los brazos afirmando a su muñeca que insiste en salir corriendo. Le dice que se quede quieta pero sus palabras son apagadas, apenas salidas de su boca, por la respiración agitada del animal de fierro en plena carrera. Y aunque creía que no iba a terminar nunca, lo que parecía el fin del mundo, se extinguió. Sólo quedaron como testigos de su visita, Segunda, blanca como fantasma por ese polvo que más parecía la baba de la bestia que la rozó y las plateadas circunferencias que brillaban –incrédulas de su nueva condición- en el borde del riel.

Segunda se acerca temerosa. La niña suspira y secretamente, las envidia. Ella quisiera tener esa fortaleza; le gustaría haber sido hecha con ese material resistente que no sólo puede soportar el paso de un tren, sino que salir de esa experiencia convertida en plateada cuchilla circular, capaz de poner en su lugar a cualquiera. Ella no es así. Ella tiembla con sólo pensar en su padre y verlo enojado, la hace orinarse. La cercanía de su hermano transforma en roca su vientre. Desde que recordaba, él siempre le había pegado cuando nadie miraba. Segunda trataba de aguantarse y lo abrazaba sollozando. Hermano, no me pegue, le decía. Pero sus palabras parecían alimentar la violencia de sus puños. Hasta que en su pequeña alma hizo nido tempranamente la venganza. El resto, vino solo. Los mordiscos que eran capaces de desgarrar una oreja, las palabras sucias que horrorizaron y alejaron a las compañeras con zapatos de charol que se burlaban de ella y sus bototos, y el run-run asesino; ese invento que se le ocurrió cuando jugaba con uno hecho gracias a un inocente botón y un trozo de lana.

Segunda estudia las, ahora planas, tapas de bebida. Pone una sobre una tabla. Luego toma un clavo y sitúa su punta en el centro de la circunferencia. Respira hondo y da el primer golpe ayudada por una piedra. Luego mira orgullosa el orificio perfecto que ha logrado de un solo y certero movimiento. En cinco minutos ha violentado todas las lunas. Y procede a enhebrarlas con una lienza. Para su fortuna –o acaso, desgracia- después de su nueva adquisición, nadie se le acercó. Hasta el día de hoy mueve las manos como si tuviera entre ellas su run-run y la gente, como adivinando, se mantiene a una distancia prudente.

Hoy no se llama Segunda y no está más su abuela. Hoy es Ninon, una mujer madura que recorre el destartalado sitio que aparece retratado en la postal que compró bajando del avión. Se sienta en lo que queda de una derruida muralla de la que alguna vez fue la pulpería de su padre. ¡Qué pequeño le parece todo! Las cosas se han encogido como tela de mala calidad. Sólo los cerros permanecen inmensos…y coloridos. Mira a su alrededor y ve el viejo pimiento, rodeado por una pequeña cerca donde aún pueden verse los restos del brillante celeste con que estaba pintada. Sus ojos recorren lentamente los gruesos nudos del árbol y, mirándolo, se pregunta cómo es posible que haya sobrevivido. Lo que no sabe Ninon, es que lo mismo piensa el pimiento de ella.

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