-Los rumberos estamos locos, hermano. Eso
me dijo a los gritos un mulato de casi dos metros que después, con una manota
del porte de mi cabeza, me dio una palmada amistosa que casi me disloca el
hombro (locos, de todas maneras. Hermano mío, ni en sueños, pensé).
¿Por
qué llegué ahí? Misterio. Sólo recuerdo que con un grupo de amigos fuimos a
la casa de una compañera de universidad
y me puse a tomar cerveza como si me hubieran diagnosticado un tumor intratable
y sólo me quedaran unas horas de vida. Supongo que quedé bastante borracho
porque luego veo mis zapatos marchando a un ritmo parejo por una calle mojada y
silenciosa (sé que iba deslumbrado por la belleza del momento…la tranquilidad
de la calle, el leve sonido de mis pasos, la noche plena de estrellas –una
rareza en Santiago- y el aire lo bastante frío y húmedo como para subirte el
cuello de la chaqueta). Entonces fue cuando vi luz en una esquina. Por la hora,
lo recomendable sería que hubiera seguido de largo. Pero quien me conoce, sabe
que no sigo de largo frente a nada. Eso ha sido mi gloria y mi perdición.
Entré
al local y nunca más salí. De martes a domingo me pasaba por ahí (los lunes no
abren…una razón más para odiar los lunes). No me importaba si al otro día tenía
exámenes finales o esa noche celebraba su cumpleaños algún conocido. A veces
llegaba más tarde, pero nunca dejé de asistir a mi cita en ese ¿refugio? Me
volví fanático como evangélico converso.
Empecé
a tomar ron. Aunque lo intenté, no aprendí a bailar salsa (me resigné a mirar
como se mira un acuario: hipnotizado ante los movimientos perfectamente sincronizados
de los seres que lo pueblan). Eso sí, en la Maestra Vida – ¡Qué buen nombre!
Díganme si no- escuece un poco más la herida de cargar con un cuerpo torpe: la
gente, además de todo, además de moverse a su antojo y con gracia, además de
sudar y cansarse, se ríe. Se ríen de todo y de nada como si estuvieran
drogados. ¿Puede haber algo más doloroso que ver cómo otros parecen de fiesta,
cuando no hay ninguna puta fiesta? ¿Baile y risas cuando no hay nada, absolutamente
nada que celebrar y más bien sobran razones para lo contrario? ¿Y qué me dicen
si eso mismo lo presencian un domingo? ¡Un domingo! Cuando ese día, el más
cabrón de todos, se siente como el bototo de Dios en la nuca.
Las
mujeres van y vienen, de todos los portes y edades. Los amores florecen y se
marchitan, nacen niños. Algunos de los que asisten se vuelven parte del
mobiliario y otros desaparecen, se enferman o mueren. Hay discusiones,
berrinches, gritos, silbidos, cantos a todo pulmón y carcajadas como en una
feria. Te tocan, te abrazan y te besan
sin razón. Y, sin saber cómo, empiezas a tocar, abrazar y besar sin razón. Será
porque se siente bien. Será porque como decía Paul Valéry, lo más profundo que
hay en el hombre, es la piel. Aquí pasa de todo y todo pasa, como un buen
resumen de la vida. Aquí los problemas se cuelgan con las chaquetas en el
guardarropía y, al salir, todos volvemos a ponérnoslos –problemas y chaquetas-
para seguir siendo los que éramos, salvo por una sonrisa apenas esbozada y que es
capaz de descongelar la madrugada. Sé que suena raro, pero es que los rumberos
estamos locos, hermano.