(Tercer lugar Concurso Cuento Kilómetros III, Corporación Cultural Creamundos, 2017)
De
un día para otro, la tierra empezó a secarse. Los riachuelos se adelgazaron y
muchos, simplemente desaparecieron. La lluvia se volvió caprichosa y dejó de
visitar los campos como una novia ofendida. Entonces Romualda le dijo a Ninon
que había que respetarle a la Tierra
su rabia y su silencio. Y que aunque ellas no las conocieran, sus buenas
razones tendría la Señora.
Por eso era claro como su mano –de lo cual no dudó Ninon
porque podía ver cómo en las arrugadas palmas de Romualda, todos los días se
hacía la mañana - que deberían ser ellas las que tendrían que moverse. Opinión
esta última, con la cual Ninon discrepó rotundamente y amenazó con atarse a la
higuera si alguien intentaba sacarla de Tres Esquinas.
Fue
así como Ninon pasó una semana amarrada a la higuera. Y, como era de esperar,
Romualda no hizo nada por impedirlo. Se limitó a llevarle cada tarde un tazón
de caldo de gallina y, sin que Ninon se diera cuenta, abrigarla durante la
noche. Romualda la cuidó como a una parturienta. La dejó llorar por la muchacha
que hasta entonces había sido; la dejó con su miedo a lo desconocido porque el
abrazo de la higuera era el mejor maestro en esos temas; la dejó patear su
rabia e impotencia por lo que no podía retener y por ese destino que la llamaba
a gritos y al cual ella no quería amamantar.
Ninon,
desgreñada y sucia, se mantenía acurrucada a los pies del enorme árbol. Todo el
día se estaba así, como un animal herido. El lazo que la unía a la higuera había
lacerado su cintura, pero ella cada vez que podía, lo volvía a apretar. Y es
que necesitaba sentirlo. En medio de su angustia, ese lazo le daba la
tranquilidad de que no se hundiría en el pozo por el que sentía que caía contra
su voluntad. Y aunque nunca lo dijo, hubo una noche especialmente oscura en que
deseó con toda su alma poder detener los acontecimientos que la arrastraban y
bajarse, así sin más, de su vida.
Romualda
cada tanto la miraba y respetuosa, velaba a la distancia que ese parto, como
los miles que había visto, siguiera el ritmo que le era propio desde que el
mundo es mundo. Romualda sabía que tan importante como hablar, era saber cuándo
callarse. Como ahora, en que lo único que necesitaba Ninon era el calor de su
sopa para ganar la batalla que libraba por salir del capullo.
El
caldo de Romualda tampoco falló esta vez. Y a la vuelta de esa dura semana,
ambas habían conseguido trabajo en una ciudad cercana a Tres Esquinas, que
estaba a casi una hora en autobús. Como si siempre lo hubieran hecho,
adquirieron con naturalidad la rutina de levantarse a las cinco de la mañana,
dejar todo ordenado y, para cuando empezara a clarear, tomar la destartalada micro
que las llevaba puntual a sus lugares de trabajo.
Romualda
trabajaba haciendo el aseo en las modernas oficinas de una exportadora de
frutas. Ahí se movía silenciosamente, sin que nadie la molestara. Nadie le
hablaba, lo cual fue un alivio para ella pues esa gente no le gustaba. Añoraba
el olor de la tierra y sus gallinas. Así es que mientras pasaba la aspiradora
por los pasillos, por dentro visitaba su paraíso sin interrupciones.
Ninon,
por su parte, luego de rechazar dos ofertas de trabajo (en una tienda de ropa y
como auxiliar de un dentista con fama de pervertido) se empleó, sin pensarlo
dos veces, como dependienta en la tostaduría de un viejo árabe. Con él aprendió
del burgol, del falafel, del budka, del kubbe y de miles de preparaciones más,
tan raras y sabrosas como sus nombres.
Don
Ali pasaba las tardes en el almacén y cuando no había gente que atender, se deleitaba hojeando una gran guía de
avisos económicos. De hecho era posible distinguir en cada hoja, la huella de
sus manos: sea que se había doblado una punta aquí o estaba medio arrugada
allá. O bien, porque algún aviso aparecía medio desteñido de tanto pasarle su
dedo –movía su índice suavemente sobre él, dibujando pequeños círculos- como si
necesitara además de leerlo, acariciarlo.
“¿Y mi libro?”, preguntaba, cada vez
que alguien había sacado del costado de la caja registradora el enorme tomo.
Ese alguien siempre resultaba ser su esposa que –ingenua- se afanaba en que
dejara “la estúpida costumbre” de leer y releer el ladrillo amarillo. Infinitos
intentos la llevaron a regalarle las mejores novelas del momento con la
esperanza de que por fin lograra acertar en su gusto y “aprovechara su tiempo”.
Pero siempre encontró la misma resistencia en don Alí. Los libros que le traía
su mujer caían siempre en dos categorías: le parecían escritos para intelectuales
o sólo contenían fealdad, cosa que abundaba en el mundo. Así es que, ni a los
unos ni a los otros les reconocía ningún mérito.
Cuando la torre de libros sin leer se
volvió más alta que él mismo, Ninon se atrevió a preguntarle a don Alí, qué
tenía de especial el que atesoraba entre las manos. El anciano abrió sus ojos
como no dando crédito a que alguien le hiciera la pregunta que siempre había
esperado. Y con la ansiedad de quien sabe que tiene una sola oportunidad para
compartir un secreto y que debe luchar contra el nerviosismo del que ha
practicado infinitas veces la respuesta, construyéndola pacientemente hasta dar
con la más adecuada, sintió que su momento había llegado. Entonces, con un tono
ceremonioso más propio de un obispo, respondió:
-
Este sí vale la pena, m`hijita. Está escrito por
gente que no piensa que escribir sea cuestión de dioses. Y por eso, hacen
literatura. Es un gran libro con mil autores que te vienen a decir que están
aquí; a contarte que en este rato que están en el mundo, saben hacer zapatos,
tortas de matrimonio o reparar la cañería. El de más allá, dice que es
ingeniero –seguro que está muy orgulloso- y ella, que es peluquera y sabe hacer
los mejores visos, los que te apuesto, aprendió a hacer practicando con su
hermana. ¿Se fija, mi niña? Ellos simplemente agitan banderitas para que uno
los vea.
Cuando a don Alí se le fueron los
ojos, siguió leyendo con los dedos. Para entonces, su mujer dejó de molestarlo
y Ninon empezó a admirarlo cada vez más: de cada aviso que Ninon le leía, don
Alí era capaz de reconstruir a la persona que estaba detrás. Entonces la
ceremonia de abrirlo, se convirtió en un paseo cotidiano que, de la mano de don
Alí, llevaba a Ninon a visitar el mundo sin moverse del mesón.
Tenía
razón Romualda, pensaba Ninon, todo pasa por algo. Aunque ese algo requiriera
de una mirada serena y tardía para hallarle un sentido. Pese que a ella le
había dolido tanto como a su tía tener que trabajar lejos de la sombra de los
robles y los peillines, las cosas empezaban a mejorar para ellas. Y había vuelto
a sonreír. Amparada en la tienda de especias de don Alí, se le volvió a
iluminar el rostro y con el tiempo, su pelo adquirió la particular fragancia de
la harina recién tostada. Misma que provocaba a su regreso, estragos entre los
pasajeros del bus y, sobretodo, en el chofer, quien llegó a enamorarse de Ninon
de tal manera, que inventaba mil excusas para esperarla cuando se atrasaba,
aunque la gente le pateara los asientos o lo insultara por la demora.
Por
aquella época, subir a la micro se había convertido en un regalo para Ninon.
Las atenciones que le prodigaba el chofer y que Romualda consideraba un
descaro, a Ninon le enternecían. Además, y más importante aún, el recorrido en
bus le provocaba a Ninon un estado parecido a la meditación. Era como si al
subirse, su vida quedara suspendida. El asiento en que viajaba se convertía en el de un cine
donde cada día podía presenciar, en primera fila y sin interrupciones, un
capítulo más en la vida de los pasajeros. Al contrario de Romualda, Ninon
esperaba la micro como se espera la realización de una promesa. ¿Cuánto cabe en
una espera? ¿Cuántas esperas hay en una espera? ¿Cuánto se viaja antes de
empezar a viajar? Ninon en silencio saltaba de una pregunta a otra mientras
Romualda contaba incansablemente las monedas.
Todos
los días hacían el mismo trayecto. Pero para Ninon no era exactamente el mismo.
La ruta era idéntica, claro. Es cierto también que las casas no cambiaban de
lugar y que conocía a todas las personas que regularmente se subían. Sin
embargo, el paisaje variaba. Cada día los pasajeros traían consigo un día más
sobre los hombros, un día más en el alma. Y a Ninon la subyugaba adivinar esas
andanzas.
A
aquella mujer, por ejemplo, esta semana le fue bien. Ninon descubre que se le
ha posado un destello de malicia en las pupilas y que con dificultad controla
una sonrisa que insiste en instalarse en sus labios. Cambió el color de su
pelo. Ahora lo tiene más rojizo. Ha sido un acierto, confirma Ninon: su rostro
se realza en el magnífico marco que ha elegido, sus ojos bailan descarados y la
boca parece que se le quisiera escapar.
Dos
asientos más atrás, en diagonal, va un hombre joven de ojos viejos aferrado a
su maletín como un náufrago a un madero. A la bajada se peinará con mano
decidida. Arreglarse el mechón que le cae sobre la frente se ha vuelto una
cábala, un mágico rito que le certifica que este día sí le va a ir bien
vendiendo seguros.
Ninon
descubre a la que ahora es colorina, regalarle el asomo de una sonrisa al
hombre del maletín gastado. Y él le responde, con una mirada firme y felina, como
si dijera tú serás mía. En
un arranque de timidez y culpa, la del pelo arrebatado se acomoda la falda
buscando una excusa para desviar la mirada. De seguro que su novio se hubiera
enojado si la hubiera visto en su flirteo. Aunque quizás no (suspira con alivio
o más bien decepción), porque en realidad su novio ni teniéndola delante, la mira.
¿Cuándo dejó de mirarla? Su novio ni siquiera ha notado que desde hace un
tiempo anda más encendida. Sí, su pelo no es ninguna casualidad. Ella está
ardiendo por dentro y por fuera.
Romualda
le da unas palmadas en el muslo a la ensimismada Ninon avisándole del próximo
paradero donde deben descender. Es raro, pero a Ninon le da cierta nostalgia
que el viaje se termine, como si en vez de llegar a las cercanías del lugar
donde trabaja, dejara a sus amigos para irse a otro país. De hecho, si no fuera
ridículo, Ninon sacaría un pañuelo para hacerles señas y despedirse. A cambio,
se consuela con decirles bajito y disimuladamente, hasta mañana.