(Primer lugar Concurso Prodemu)
LA MUDA
(Mención Honrosa Concurso Cuenta La Pega 2010)
La muda, pintaba. Desde que era niña, trozos de madera y cajas de cartón eran presa fácil de sus colores. En el último año del liceo tuvo la fortuna de conocer a una profesora de artes que comprendió el mal que padecía; que comprendió cómo se le ablandaban los huesos si le quitaban un pincel o cómo la euforia podía apoderarse de ella frente a unos envases de pintura y diluyente. Como era de esperar, se hicieron grandes amigas. La profesora volvió a entusiasmarse con la clase que dictaba. Y pese a que cuarenta y cuatro jóvenes solían mirarla con fastidio, le bastaba esa única alumna mirándola como ella miraba cuando tenía diecisiete años; como cuando sentía que una lanza le atravesaba el pecho frente a un trazo furioso y no le salía la voz del asombro, y era toda ella, asombro. Le bastaban a la profesora esos ojos, digo, los de la eterna asombrada, para ser feliz.
Marta, la muda, también era feliz. La profesora hablaba y gracias a sus muchos, y bien vividos años, rápidamente dominó el trasfondo y las variaciones en el lenguaje con que Marta le respondía: las muecas y pestañeos de la joven, no tenían ningún secreto para ella. De hecho, hasta hacían chistes y se reían a puros guiños mientras los compañeros de Marta las miraban como a un par de chifladas. La única vez que Marta se preocupó por la extrañeza que podía provocar en los demás lo que a ellas les pasaba con la pintura, la profesora despejó las oscuras nubes con la leve brisa de un cometario: el sordo siempre cree que los que danzan, están locos- dijo. Y a Marta se le fueron todas las dudas, volviendo a ser su frente un cielo despejado.
Marta quería ser pintora. Reunió a su familia y con las manos en alto (palomas frenéticas, expertas en gramática aérea), comunicó su decisión de convertir en oficio, su manía infantil por colorear. -Pintora y muda. Vaya combinación. ¿No se le ocurría nada mejor?- fue lo único que dijo su padre, para luego dar vuelta la cara como si hubiera tropezado con un borracho. Mucho más tarde buscando trabajo, Marta vio esa mueca tantas veces repetida, que llegó a convencerse que ese gesto había inaugurado para ella la bien temida adultez.
La muda, soy yo. No, no se preocupe ni se incomode, señor. No necesita correr la vista ni ofenderme con su compasión. Yo estoy tan bien como cualquiera. O sea, no mucho. Pero eso no tiene nada que ver con que no me salga la voz. Qué en qué trabajo, pregunta usted. Y mis manos le responden moviendo todos los dedos. ¡Qué risa, cree que soy pianista! Claro, claro, aplaudo. No vale la pena descifrar el abismo hasta llegar a mi fatigosa tarea como digitadora. ¿Y no se aburre? Niego con la cabeza. Sí y mucho. Hay momentos en que la rutina me agobia; momentos en que tiraría todo a la basura. Pero soy afortunada: en mi trabajo si soy muda, no se nota. En cambio mi hermana no puede disimular su belleza y más temprano que tarde, termina despedida por no cumplir el requisito de abrir las piernas. En tales ocasiones, la consuelo con una sopa caliente que es como las mujeres nos curamos las heridas (de parto, de amores, de vida).Y nos ausentamos un rato del mundo, para poder volver a él: yo retomo mis pinceles y ella le quita el bozal a su risa –esa que afuera despierta demonios- y la deja correr por la casa, alborotándolo todo.
La muda, pintaba. Desde que era niña, trozos de madera y cajas de cartón eran presa fácil de sus colores. En el último año del liceo tuvo la fortuna de conocer a una profesora de artes que comprendió el mal que padecía; que comprendió cómo se le ablandaban los huesos si le quitaban un pincel o cómo la euforia podía apoderarse de ella frente a unos envases de pintura y diluyente. Como era de esperar, se hicieron grandes amigas. La profesora volvió a entusiasmarse con la clase que dictaba. Y pese a que cuarenta y cuatro jóvenes solían mirarla con fastidio, le bastaba esa única alumna mirándola como ella miraba cuando tenía diecisiete años; como cuando sentía que una lanza le atravesaba el pecho frente a un trazo furioso y no le salía la voz del asombro, y era toda ella, asombro. Le bastaban a la profesora esos ojos, digo, los de la eterna asombrada, para ser feliz.
Marta, la muda, también era feliz. La profesora hablaba y gracias a sus muchos, y bien vividos años, rápidamente dominó el trasfondo y las variaciones en el lenguaje con que Marta le respondía: las muecas y pestañeos de la joven, no tenían ningún secreto para ella. De hecho, hasta hacían chistes y se reían a puros guiños mientras los compañeros de Marta las miraban como a un par de chifladas. La única vez que Marta se preocupó por la extrañeza que podía provocar en los demás lo que a ellas les pasaba con la pintura, la profesora despejó las oscuras nubes con la leve brisa de un cometario: el sordo siempre cree que los que danzan, están locos- dijo. Y a Marta se le fueron todas las dudas, volviendo a ser su frente un cielo despejado.
Marta quería ser pintora. Reunió a su familia y con las manos en alto (palomas frenéticas, expertas en gramática aérea), comunicó su decisión de convertir en oficio, su manía infantil por colorear. -Pintora y muda. Vaya combinación. ¿No se le ocurría nada mejor?- fue lo único que dijo su padre, para luego dar vuelta la cara como si hubiera tropezado con un borracho. Mucho más tarde buscando trabajo, Marta vio esa mueca tantas veces repetida, que llegó a convencerse que ese gesto había inaugurado para ella la bien temida adultez.
La muda, soy yo. No, no se preocupe ni se incomode, señor. No necesita correr la vista ni ofenderme con su compasión. Yo estoy tan bien como cualquiera. O sea, no mucho. Pero eso no tiene nada que ver con que no me salga la voz. Qué en qué trabajo, pregunta usted. Y mis manos le responden moviendo todos los dedos. ¡Qué risa, cree que soy pianista! Claro, claro, aplaudo. No vale la pena descifrar el abismo hasta llegar a mi fatigosa tarea como digitadora. ¿Y no se aburre? Niego con la cabeza. Sí y mucho. Hay momentos en que la rutina me agobia; momentos en que tiraría todo a la basura. Pero soy afortunada: en mi trabajo si soy muda, no se nota. En cambio mi hermana no puede disimular su belleza y más temprano que tarde, termina despedida por no cumplir el requisito de abrir las piernas. En tales ocasiones, la consuelo con una sopa caliente que es como las mujeres nos curamos las heridas (de parto, de amores, de vida).Y nos ausentamos un rato del mundo, para poder volver a él: yo retomo mis pinceles y ella le quita el bozal a su risa –esa que afuera despierta demonios- y la deja correr por la casa, alborotándolo todo.
MARÍA CON ALAS
(Tercer Lugar V Festival Internacional de Bicicultura 2010, Santiago, Chile)
La bicicleta pendía de un gancho en el muro del pequeño balcón (en realidad, todo era pequeño en el nuevo departamento). El gancho era parecido a esos de las antiguas carnicerías donde colgaban a los animales casi enteros; carnicerías que despedían un fuerte olor que causaba náuseas, que en vez de puerta tenían una cortina de tiritas de plástico, donde en cada esquina del techo había bolsas de un liquido transparente que supuestamente espantaba a las moscas, carnicerías de esas que cuando comprabas un trozo de carne te lo envolvían en un periódico. Así de vieja soy. Calculé que yo debía tener la misma edad de la bicicleta, pobre cadáver al que sólo le faltaban las moscas, pero que me producía los mismos escalofríos de presenciar el vestigio de un animal que alguna vez había corrido. De la bicicleta no sabría decir si la pintura era gris o su color era producto de la pátina de suciedad y grasa acumulada durante el tiempo que llevaba a la intemperie. Tenía mucho óxido y la cadena estaba cortada, uno de cuyos extremos colgaba como una lengua muerta. Sí, más que bicicleta, parecía el cadáver de un ahorcado que nadie tuvo la piedad de enterrar. A través del corredor de propiedades traté de dar con el arrendatario anterior para decirle que había olvidado su bicicleta. Mi marido se rió de mi ingenuidad pues creía que el asunto no había sido olvido sino astucia: el antiguo dueño la consideraba deshecho y la había dejado deliberadamente para ahorrarse el trabajo de llevarla al basural. Pasaron más de dos semanas durante las cuales decoré el living, arreglé los closets y distribuí los artefactos de la casa anterior. Bueno, los que cupieron. El resto los regalé. Para mi sorpresa, me deshice con facilidad de la mitad de las cosas que tan sólo unos años atrás me parecían imprescindibles. No hacía mucho habría matado por mi arrocera eléctrica y ahora me parecía el aparato más inútil de la tierra, lo cual sólo demuestra que uno nunca termina de conocerse. Lo mejor de todo, era lo liviana que me sentía. A este paso voy a terminar como Diógenes, pensé, que sólo cargaba consigo un cacharrito para beber agua del cual también se desprendió al poco tiempo, porque descubrió que el cuenco formado por sus manos cumplía idéntica función. Sin mucho esfuerzo de nuestra parte, el departamento se había convertido en nuestro nuevo hogar. Ajustamos perfectamente él y nosotros como si nos conociéramos de antes. Hasta Roberto, mi marido, reconoció que aunque llevábamos tres semanas, le parecía estar viviendo aquí de toda la vida. Incluso las decenas de fotografías de nuestros hijos y nietos se acomodaron con facilidad. De hecho, llegué a pensar que los muros se estiraban para hacerle un lugar a los marcos que custodiaban algún instante sublime de nuestros amores. En fin, nuestra nueva vivienda lucía impecable, salvo por la bicicleta que seguía donde mismo. Se suponía que alguien se había mostrado interesado en ella, pero ese alguien nunca llegó. Así es que una mañana me armé de valor y con mucho esfuerzo logré sacarla. La apoyé en la pared de la entrada y en el lugar que antes la alojaba, amarré un precioso macetero pintado por mi hija que tenía una frondosa mata de cardenales color rojo y fucsia. Sé que es una flor común, pero a mi me encanta. Mi abuela la cultivaba de todos los colores y tenerlas a ambas cerca, me hace bien. Por ello, estaba feliz con la explosión de colores que ocupó el sombrío lugar de la bicicleta. Me sacudí las manos y me giré para terminar mi labor de ese día: acarrear la bicicleta hasta la portería para que se la llevaran. Lo curioso es que reclinada en el muro dejó de evocarme un cadáver. Ahora más bien parecía un enorme y viejo perro que durmiera. Le pasé un paño por el lomo y se estremeció. Me dio risa. Cada vez estoy más loca, me dije. Y decidí subirme a la bicicleta, apoyando mi mano en la pared para mantener el equilibrio. El dueño anterior debía ser un gigante a juzgar por el alto del sillín. Debe sacarle dos cabezas a Roberto. A propósito, la llegada de Roberto siempre es precedida por un suave tintineo de llaves y el roce de la suela de sus zapatos en el limpiapies de la entrada. Sin embargo esta vez no lo escuché. Repentinamente abrió la puerta y no tuve tiempo de bajarme. Mi marido me miró sorprendido y yo me sentí como si me hubiera descubierto en una infidelidad. Con el mismo cosquilleo en el estómago como si fuera cierto que a mis años tengo un amante, decidí arreglar la bicicleta. La pulí, la engrasé, reemplacé la cadena rota y las llantas. Le compré un nuevo sillín (que ahora son más blandos porque vienen rellenos con gel) y la pinté rojo bermellón. “A alguno de nuestros nietos le servirá” le mentí a mi marido cuando levantó los ojos al cielo como cada vez que tropezaba con alguna de mis ocurrencias (no necesita decirme que me ama en la misma medida que no me comprende). A pesar del cansancio, no cejé en mi afán de resucitar la bicicleta. Es raro, pero dedicada a ella sentí la misma felicidad de cuando despertaba a mis hijos para ir a la escuela. Mientras estreno mi bicicleta con la excusa de ir a ver a nuestro hijo que vive a dos cuadras, recuerdo a Teresita, una amiga a quien una vez, después de mucho tiempo, encontré en el supermercado. Cuando nos poníamos al día de las últimas novedades (algunas de las cuales no era necesario relatar pues saltaban a la vista, como sus pechos de silicona y su rostro tirante de muñeca de plástico), no pude evitar ver que entre las cosas del carro había un paquete de toallas íntimas. “Ahora vienen con alas” me dijo, con la naturalidad de una treinteañera. No habría nada de raro en su comentario, si no fuera que ella tiene el doble de esa edad. Teresa, en su desesperación, es capaz de someter su cuerpo (acaso también su alma) a una feroz mutilación por fingir que el paso del tiempo no tiene lugar el ella. Pero no engaña a nadie, salvo a sí misma. Por eso no pude decirle nada aquella vez. Tampoco podría hacerlo en este momento, pues entonces y ahora, me embarga la misma inmensa tristeza. Según Manuela, mi nieta mayor, soy la abuela más divertida y moderna porque ando en una bicicleta colorada (la que, con la cruda sinceridad de sus diez años, me hizo jurar que le heredaría cuando muriera). “Ojalá todas las abuelas fueran como tú”, me grita desde la ventanilla del auto mientras yo empiezo a pedalear. No sé si tendrá razón Manuela, pero confieso que desearía que mi amiga Teresa se hubiera atrevido alguna vez a montar una bicicleta. Sin duda, habría descubierto el modo de tener alas de verdad.
La bicicleta pendía de un gancho en el muro del pequeño balcón (en realidad, todo era pequeño en el nuevo departamento). El gancho era parecido a esos de las antiguas carnicerías donde colgaban a los animales casi enteros; carnicerías que despedían un fuerte olor que causaba náuseas, que en vez de puerta tenían una cortina de tiritas de plástico, donde en cada esquina del techo había bolsas de un liquido transparente que supuestamente espantaba a las moscas, carnicerías de esas que cuando comprabas un trozo de carne te lo envolvían en un periódico. Así de vieja soy. Calculé que yo debía tener la misma edad de la bicicleta, pobre cadáver al que sólo le faltaban las moscas, pero que me producía los mismos escalofríos de presenciar el vestigio de un animal que alguna vez había corrido. De la bicicleta no sabría decir si la pintura era gris o su color era producto de la pátina de suciedad y grasa acumulada durante el tiempo que llevaba a la intemperie. Tenía mucho óxido y la cadena estaba cortada, uno de cuyos extremos colgaba como una lengua muerta. Sí, más que bicicleta, parecía el cadáver de un ahorcado que nadie tuvo la piedad de enterrar. A través del corredor de propiedades traté de dar con el arrendatario anterior para decirle que había olvidado su bicicleta. Mi marido se rió de mi ingenuidad pues creía que el asunto no había sido olvido sino astucia: el antiguo dueño la consideraba deshecho y la había dejado deliberadamente para ahorrarse el trabajo de llevarla al basural. Pasaron más de dos semanas durante las cuales decoré el living, arreglé los closets y distribuí los artefactos de la casa anterior. Bueno, los que cupieron. El resto los regalé. Para mi sorpresa, me deshice con facilidad de la mitad de las cosas que tan sólo unos años atrás me parecían imprescindibles. No hacía mucho habría matado por mi arrocera eléctrica y ahora me parecía el aparato más inútil de la tierra, lo cual sólo demuestra que uno nunca termina de conocerse. Lo mejor de todo, era lo liviana que me sentía. A este paso voy a terminar como Diógenes, pensé, que sólo cargaba consigo un cacharrito para beber agua del cual también se desprendió al poco tiempo, porque descubrió que el cuenco formado por sus manos cumplía idéntica función. Sin mucho esfuerzo de nuestra parte, el departamento se había convertido en nuestro nuevo hogar. Ajustamos perfectamente él y nosotros como si nos conociéramos de antes. Hasta Roberto, mi marido, reconoció que aunque llevábamos tres semanas, le parecía estar viviendo aquí de toda la vida. Incluso las decenas de fotografías de nuestros hijos y nietos se acomodaron con facilidad. De hecho, llegué a pensar que los muros se estiraban para hacerle un lugar a los marcos que custodiaban algún instante sublime de nuestros amores. En fin, nuestra nueva vivienda lucía impecable, salvo por la bicicleta que seguía donde mismo. Se suponía que alguien se había mostrado interesado en ella, pero ese alguien nunca llegó. Así es que una mañana me armé de valor y con mucho esfuerzo logré sacarla. La apoyé en la pared de la entrada y en el lugar que antes la alojaba, amarré un precioso macetero pintado por mi hija que tenía una frondosa mata de cardenales color rojo y fucsia. Sé que es una flor común, pero a mi me encanta. Mi abuela la cultivaba de todos los colores y tenerlas a ambas cerca, me hace bien. Por ello, estaba feliz con la explosión de colores que ocupó el sombrío lugar de la bicicleta. Me sacudí las manos y me giré para terminar mi labor de ese día: acarrear la bicicleta hasta la portería para que se la llevaran. Lo curioso es que reclinada en el muro dejó de evocarme un cadáver. Ahora más bien parecía un enorme y viejo perro que durmiera. Le pasé un paño por el lomo y se estremeció. Me dio risa. Cada vez estoy más loca, me dije. Y decidí subirme a la bicicleta, apoyando mi mano en la pared para mantener el equilibrio. El dueño anterior debía ser un gigante a juzgar por el alto del sillín. Debe sacarle dos cabezas a Roberto. A propósito, la llegada de Roberto siempre es precedida por un suave tintineo de llaves y el roce de la suela de sus zapatos en el limpiapies de la entrada. Sin embargo esta vez no lo escuché. Repentinamente abrió la puerta y no tuve tiempo de bajarme. Mi marido me miró sorprendido y yo me sentí como si me hubiera descubierto en una infidelidad. Con el mismo cosquilleo en el estómago como si fuera cierto que a mis años tengo un amante, decidí arreglar la bicicleta. La pulí, la engrasé, reemplacé la cadena rota y las llantas. Le compré un nuevo sillín (que ahora son más blandos porque vienen rellenos con gel) y la pinté rojo bermellón. “A alguno de nuestros nietos le servirá” le mentí a mi marido cuando levantó los ojos al cielo como cada vez que tropezaba con alguna de mis ocurrencias (no necesita decirme que me ama en la misma medida que no me comprende). A pesar del cansancio, no cejé en mi afán de resucitar la bicicleta. Es raro, pero dedicada a ella sentí la misma felicidad de cuando despertaba a mis hijos para ir a la escuela. Mientras estreno mi bicicleta con la excusa de ir a ver a nuestro hijo que vive a dos cuadras, recuerdo a Teresita, una amiga a quien una vez, después de mucho tiempo, encontré en el supermercado. Cuando nos poníamos al día de las últimas novedades (algunas de las cuales no era necesario relatar pues saltaban a la vista, como sus pechos de silicona y su rostro tirante de muñeca de plástico), no pude evitar ver que entre las cosas del carro había un paquete de toallas íntimas. “Ahora vienen con alas” me dijo, con la naturalidad de una treinteañera. No habría nada de raro en su comentario, si no fuera que ella tiene el doble de esa edad. Teresa, en su desesperación, es capaz de someter su cuerpo (acaso también su alma) a una feroz mutilación por fingir que el paso del tiempo no tiene lugar el ella. Pero no engaña a nadie, salvo a sí misma. Por eso no pude decirle nada aquella vez. Tampoco podría hacerlo en este momento, pues entonces y ahora, me embarga la misma inmensa tristeza. Según Manuela, mi nieta mayor, soy la abuela más divertida y moderna porque ando en una bicicleta colorada (la que, con la cruda sinceridad de sus diez años, me hizo jurar que le heredaría cuando muriera). “Ojalá todas las abuelas fueran como tú”, me grita desde la ventanilla del auto mientras yo empiezo a pedalear. No sé si tendrá razón Manuela, pero confieso que desearía que mi amiga Teresa se hubiera atrevido alguna vez a montar una bicicleta. Sin duda, habría descubierto el modo de tener alas de verdad.
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