(Segundo Lugar Concurso Modesto Perera 2010,Valparaíso,Chile)
Ella entró a la cafetería como siempre, pidió lo de siempre con el ánimo de siempre. Él, del otro lado del mesón, se giró y dijo “Claro”, con una naturalidad que la sorprendió. Ésa no era la forma de responderle según el riguroso protocolo de esa exquisita cafetería, donde la saludaban como a una vieja amiga y ella era feliz por creérselo. El tipo era nuevo, qué duda cabía, porque tampoco le preguntó el nombre para anotarlo en el vaso que contendría su perfumado café y así poder llamarla luego, con una voz cálida y sonrisa de dentífrico, avisándole que estaba listo su caramel macchiato. Él no hizo nada de eso, sino que algo peor: al no repetir como debía la bienvenida estipulada en los manuales de inducción de esa famosa cadena de cafeterías, ella –que andaba como cada mañana, con piloto automático y velocidad de crucero- hizo el ridículo diciendo a viva voz “Nahime” cuando nadie le había preguntado nada. Él la miró extrañado, pues no supo si lo que había oído era una llamada de atención o una extravagante fórmula de combinación de chorritos de café, espuma de leche y esencias que no recordaba haber estudiado en la capacitación que le hicieron. Ella se puso colorada de vergüenza. Y aparecieron unas gotas de sudor en su nuca que por fortuna nadie notó, salvo ella.
Él le dijo “¿Perdón?”, como tratando de entender lo que había escuchado o mas bien pidiéndole que lo repitiera. Y tuvo que mirarla atentamente para ver si al responderle, ella confirmaba un insulto o nada más se trataba de una extranjera que hablaba un dialecto que le resultaba desconocido. Después de todo, en esa cafetería solían reunirse la más diversas personas, con distintos acentos y colores de piel. Eso sí, aunque pudieran encontrarse en el mismo lugar ejecutivos con un traje que costaría seis meses de su sueldo o estudiantes de jeans gastados, ninguno de ellos –de eso estaba seguro- sabía lo que era tener como cena una taza de té con pan con cebolla frita, tres veces por semana. Tampoco ella. Tampoco esta frágil figura que lo miraba con ojos inmensos y tan negros que no podían distinguirse las pupilas en ellos; ojos que eran como una larga noche donde perderse o, acaso, encontrarse.
Pero ella había dicho algo que no entendió y debía estar atento, ahora sí, o se jugaría el trabajo, pues llegar a conocer al cliente hasta adivinarle los deseos, era condición de éxito y futuro prometedor en esa famosa cafetería. Por eso tuvo que mirarle la boca, cosa que nunca hacía porque en el riguroso entrenamiento le habían enseñado que debía mirar a los ojos. Pero se equivocó –otra vez- y se quedó mirándole la boca más allá del tiempo prudente. Ello lo llevó a descubrir el delineado perfecto con que la naturaleza había dotado esa boca, la que, si bien poseía labios más bien delgados, no por ello dejaban de resultar suculentos. Morderlos debía ser como comerse un mango, pensó.
“Nahime”, repitió lentamente ella. Sin embargo, no obtuvo ninguna señal de comprensión de regreso. “Me llamo Nahime” debió insistir, ya para entonces molesta y acalorada. Se sacó la colorida bufanda que había tejido para no olvidarse de ella cuando-era-ella y la amarró a su enorme cartera donde acarreaba todos los implementos necesarios para una expedición al África. Él se quedó pasmado y sin saber qué hacer, porque si bien esa boca le había aclarado que lo que escuchó era un nombre, no lograba reproducirlo y menos se le ocurría cómo escribirlo. El lápiz le temblaba en la enorme mano, donde unos gruesos y ásperos dedos demostraban que nunca le había temido al trabajo. Esa mano fuerte, de nervios a la vista, era capaz de cargar desde un estante hasta una mujer. Y lo hacía con delicadeza y precisión de relojero. Pero un lápiz, no. Terminaba reventando uno por día y ya se los habían empezado a descontar del sueldo.
La fila de gente detrás de la del exótico nombre empezaba a crecer. José María -que así se llamaba él- concluyó que debía, como fuera, decir el nombre de la chica con labios de carne de mamey (hay que ver que su angustia no le impedía corregir con rigor de botánico sus percepciones). El supervisor de la tienda, que desde el segundo piso lo observaba con la calma tensa de la caza, no le quitaba los ojos de encima, recordándole que cuidara sus movimientos. Por algo el águila se había ganado el premio al mejor supervisor de tienda el año recién pasado: como todo buen jefe, poseía la capacidad de gritar sin siquiera abrir la boca.
“Najime” dijo José María, con esperanza y a trancos, pero los ojos de piedra de ella lo reprobaron. “No es con jota. Es con hache; una hache aspirada” le comentó ella, con cara de perder el tiempo; con cara de infinito hastío; con cara de profunda decepción frente a la injusticia de que un hombre así de atractivo, atendiera un mesón. ¿Por qué ninguno de sus colegas en el trabajo tenía ese pecho amplio y poblado de vellos donde ella dichosa habría refugiado su rostro recorriéndolo con paciencia de exploradora y dónde, seguramente, habría sorprendido a sus tetillas distraídas y les habría saltado encima para chuparlas sedienta? ¿Por qué nunca había conocido a alguien así en el cumpleaños de alguna de sus ex compañeras de colegio, a los que sólo asistía movida por la esperanza de terminar la noche acompañada y un poquito ebria, besándose en el estacionamiento de la festejada y resistiendo –pero no-, urgiendo –pero no-, a que ese alguien le tocara los pechos? Nuevamente se le humedeció la nuca y debió sacarse su abrigo rojo, pieza por cierto que cualquier buen diseñador de moda habría dicho que era el mejor envoltorio para su piel.
Ella empezó a impacientarse y él se resignó a saltar fuera de borda intentando aprobar el examen de pronunciar ese complicado y bellísimo nombre. Lo intentó de nuevo. Esta vez el nombre no sonó a instrucción militar sino más bien a susurro dicho por alguien que temiera que al subir la voz, quebrara el hechizo de una noche calmada y tibia. Los oídos de ella recibieron con deleite ese “Nahime” pronunciado con un hilo de voz. De hecho, ella inclinó levemente el cuello hacia la izquierda y esbozó el principio de una sonrisa. Si alguien la hubiera mirado atentamente, se habría dado cuenta de que su gesto se correspondía con una mano invisible que la hubiera acariciado. Ese “Nahime” quedó rebotando dentro de ella y, como si se tratase de una pelotita saltarina, daba tumbos alocados que iban de las sienes al corazón sin intención de detenerse. Trató de atraparla, correteando detrás de ella, pero sus reflejos no pudieron con la agilidad de su nombre saltando alegre dentro de ella. Entonces, la boca tímida dio lugar a una sonrisa inverosímil; una sonrisa amplísima capaz de contagiar a quien se cruzara con ella. Nahime trató de controlar esa sonrisa tan descarada para esas horas de la mañana; esa sonrisa que casi resultaba una burla para los rostros de diario financiero que acudían, al igual que ella, a esa cafetería. Pero la atrapó un franco y estereofónico ataque de risa. José María se subió a ese carro sin querer. En diez minutos, el ambiente de tonos pastel y suave bossanova, se vio interrumpido por el alboroto de estos dos desconocidos que se batían como ventanas celebrando el viento del carnaval. El salón de finas mesas de madera y sillones de cuero fue el epicentro de una inesperada tormenta tropical, con rayos y truenos que electrificaron el aire y que terminó por dejar a Nahime y José María, absolutamente empapados.
Alguien se quejó. Aquí sólo faltan los silbatos y la serpentina-dijo. José María y Nahime corrieron a buscar refugio a ninguna parte. Hubieran dado la vida por hallarlo; hubieran dado la vida por encontrar un lugar donde esconderse y salvarse de las agujas envenenadas que les lanzaban los presentes; hubieran dado la vida por haber sabido huir de ahí, todavía sonriendo. El dolor del puñal en el pecho de cada uno, una vez que escampó, daban prueba de ello. Pero se quedaron tiesos, sin saber qué hacer. El diluvio que recién los había sorprendido, desapareció tan abruptamente como llegó. Se sintieron ridículos y se avergonzaron. Por su parte, los dueños de las eficaces cerbatanas se mostraban complacidos de haber sido capaces de controlar esta revuelta del instinto.
Nahime salió apurada de la cafetería. Al pasar por la puerta, escuchó el fuerte crac de una rotura. Pero no quiso darse vuelta para averiguar lo que había sido, pues no habría soportado una vergüenza más. Pero no había de qué preocuparse. El ventanal de la cafetería estaba intacto, la manilla de la puerta en su lugar y los maceteros donde debían. Además, nadie escuchó que se rompiera algo, porque la música, porque las conversaciones y porque la trizadura había ocurrido… dentro de ella. Empezó a correr y a llorar casi al mismo tiempo. Le dolía todo el cuerpo y no dejó de dolerle durante toda la semana.
Desde entonces la fractura de su alma se cobró con su naturalidad. Ya no se movía como antes. Tampoco hablaba como antes. Nahime pasó una semana así, desplazada de sí misma. Se diría que era casi la misma. Su sonrisa estaba prácticamente en el mismo lugar de las anteriores, apenas corrida unos milímetros de su posición original. Y los ojos sólo se diferenciaban de los de antes, en que se demoraban un poco más en abrirse cada mañana, como si estuviera sumergida en el fondo del mar y sólo contara con sus párpados para mover toneladas de agua. Despertar se había vuelto para ella una lucha por sobrevivir donde debía ocupar todas sus fuerzas en parpadear dos veces más, para poder recibir al mundo.
La semana siguiente a ese encuentro, resultó ser un infierno para ella. No soportaba más a esa compañera inseparable que se había instalado a su lado; esa réplica de sí misma que hacía los mismos gestos, pero con un retardo de segundos, como si se tratase de una película mal enfocada, donde no terminaban de ajustarse la una y la otra. Nahime intentó reiteradamente que ella y su gemela, ella y su lenta imitadora, volvieran a retomar los roles, pero fracasó. Entonces tomó conciencia de que la única forma de unirse; de volver a ser la que era, consistía en encontrar a José María. Ante la idea, se asusta y duda. Y pasa una semana más. En rigor, pasan los días en el calendario, pero no en ella, que está donde mismo. Ella no es así, le grita a esa ella que no es ella y que la mira ausente del mundo. Finalmente, su dolor puede más que los prejuicios y decide volver a la cafetería.
Entra al local alborozada, se tropieza a la entrada, se ríe de su torpeza y a trastabillones llega hasta el mesón. Pero él no está. Nahime disimula su ansiedad. Su caramel macciato le parece insípido y la cafetería tan cómoda antes, hoy le resulta insufrible. Decide que volverá a la hora del almuerzo, para descubrirlo en su nuevo turno. Pero tampoco lo encuentra esta vez. Debió ser su día de descanso, piensa Nahime y vuelve al otro día, y toda la semana, sólo para comprobar que él ya no está. No puedo seguir desangrándome así, repite como un mantra. Un inmenso dolor le traba la mandíbula y la hace respirar agónica. Sólo quiere deshacerse de ese dolor arrojándolo al fondo de su mar. Y lo intenta: se reprocha lo estúpida ha sido; que es mejor así; que ya no le dirán en la oficina que la notan rara. Ha sido suficiente, se dice, queriendo creer que eso basta para retirar la espina de su carne. Sale rápido del local al que jura no volver. El frío en el exterior la detiene. Se cubre el cuello con su bufanda de tres vueltas y se cruza el bolso. Acomoda su abrigo mientras lo sacude como si pudiera sacarse el polvo del muerto que acaba de enterrar. Busca en los bolsillos sus audífonos y se los pone. Presiona play en su reproductor, pero no le gusta la canción. Decide adelantarla. Ojalá -piensa- pudiera en la vida apretarse esa teclita forward para saltarse ciertos acontecimientos. Por fin encuentra la canción que sintoniza con su alma y que por ello promete regalarle la serenidad perdida. Levanta lentamente la cabeza y entonces tropieza con los ojos de José María, que la observa desde la ventana de una cafetería más chiquita, que está justo del otro lado de la calle.
Nahime se queda rígida, como si hubiera recibido un baño de cemento. Sólo su pelo se ha salvado de ese manto tan parecido a la muerte. El viento, como queriendo rescatarla, penetra su cabellera y la revuelve. Cada mechón cobra vida propia y ejecuta una danza al ritmo del concierto de esa curiosa ventolera. Desde la cafetería, José María queda hipnotizado con esa medusa que lo seduce a la distancia; con ese cabello que ha cobrado vida propia y le hace las señas, que su dueña no puede. Esos mechones de pelo moviéndose alocados, le parecen a José María los mil brazos de Nahime intentando con desesperación, no hundirse en la soledad. Y no se equivoca.
Entonces José María reconoce en ese inesperado viento que no quiere soltar a Nahime, el viento del malecón que se vino con él cuando llegó de Cuba. José María adivina que, si bien él se había resignado a perderla, no lo había hecho el huracán que lleva dentro. Confirma el acierto, la aparición en su boca de una sonrisa de infinitos y blancos dientes, coronados en la comisura de los labios, por dos coquetas arrugas. José María sale de la cafetería y cruza corriendo la calle hasta llegar a ella. Cuando la alcanza, el viento se calma y se convierte en una brisa juguetona. Él levanta los brazos para dibujar alrededor de ellos los muros que nadie se atreverá a traspasar. Una sonrisa le entreabre la boca a Nahime y José María aprovecha el gesto para irse de cacería, trayendo de vuelta –orgulloso- la rosada lengua de ella aprisionada entre sus dientes. A pura lengua José María libera a Nahime de su traje de piedra. Sus manos atraviesan las caderas de Nahime, hurgando los tendones con decisión carnicera. Sus garras llegan hasta los delicados huesos de ella y sus ojos, ahora lúbricos y fieros, le dejan en claro a Nahime que buscará insaciable su médula y la beberá hasta agotarla. Finalmente, las carcajadas de él ablandan las piernas de Nahime, que decide seguirlo hasta su guarida.
En el camino, recorren los rincones de cada uno y visitan, como en un cementerio, a cada uno de sus muertos. Sólo por un segundo Nahime se asustó: cuando la risa de él desapareció y se vistió con mil años su mirada. José María dejó de hablar, pero ella insistió y él no pudo contener la fuerza de esos ojos que lo derrotaron desde el primer día. Por eso accedió a mostrarle el muñón de su alma, explicándole, quebrado por el llanto, cómo habitando aquella lejana y cálida isla, debió mutilarse para poder sobrevivir. La cama de José Maria los recibe alegre de cumplir su destino. Él busca refugio en ella y llora en su cuello la parte de él definitivamente perdida. Ella lo abraza con todo el cuerpo y le brotan mágicamente mil manos para no dejar ningún pedazo de su piel sin acariciar. Entonces, un recuerdo como un disparo atraviesa a José María: “El alma de un hombre se sana, dentro del cuerpo de una mujer”. Eso solía decirle su padre y recién ahora, lo comprende.
EL ROBO
(Segundo Lugar Concurso Cartas de Amor, Biblioteca de Santiago 2010, Chile)
EL ROBO
(Carta de Manuela a Clemente, que acaba de ser colocada discretamente por ella, en el bolsillo de él)
No, no te voy a decir “Querido Clemente” y menos “Estimado”. No me voy a dar vueltas. Me conoces lo suficiente para saber que prefiero una vez colorado a cien veces amarillo: ¿Recuerdas la bufanda color verde musgo, de suave tejido de alpaca, que te había costado una pequeña fortuna y que lamentaste tanto haber perdido? Bueno, la tengo yo. No, no te la robé. O bueno sí, tal vez. Al principio sin querer, y después queriendo. Pero es que la dejaste caer detrás del sillón, aquella tarde que venías tan molesto y luego tú y yo la olvidamos, enredados como estábamos en renacernos a pura boca y limpiarnos de tanta ausencia acumulada. La encontré a la mañana siguiente mientras pasaba la aspiradora. La tenía aún en mi mano y la acariciaba -como a un gatito- cuando me llamaste. No, no la he visto, te dije en un disparo. Del otro lado de la línea suspiraste y echaste alguna maldición a quien te la había robado sin que te dieras cuenta. Te juro –y espero que me creas- que no había planeado robártela, pero una vez que la tuve en mi mano, no fui capaz de devolvértela. No pude. La acerqué a mi rostro con temor y esperanza. Y ahí estaba tu olor, acurrucado entre las hebras, como si se hubiera quedado dormido mientras me esperaba y claro, al contacto de mi nariz despertó, poniéndome la piel de gallina y apretándome el pecho. Entonces me di cuenta de lo que nunca debería haber pasado: me habías robado el corazón. Sí, ya sé. Me dirás que las putas no se enamoran. Qué duro suena que me llames así, aunque más me duele que pienses que no soy capaz de enamorarme. Pero te doy la razón, así es que desaparezco. No pierdas el tiempo tratando de localizarme. Para cuando me leas, yo ya estaré bastante lejos. Dudo que me eches de menos (hay miles de mujeres más jóvenes y lindas que yo. Es cierto que taconeo como si el mundo fuera mío, pero sé que es sólo por un rato pues me miro en el espejo bien seguido y sin piedad). Tampoco creo que añores a la portera, esa que te decía –con ojos fieros y sonrisa burlona- pase joven, su novia lo espera (¡qué vieja más repugnante! ¿Puedes creer que tenemos la misma edad? Yo casi me desmayé cuando lo supe y saberlo me confirmó lo que siempre he creído: es la amargura, la que envejece a la gente). Pero claro, extrañarás tu bufanda tan cara. Te parecerá una injusticia. Pero luego te alegrarás –y te ayudo a hacerlo- porque tomarás conciencia de que con un mínimo esfuerzo puedes comprarte otra. Si te sirve de consuelo o venganza, haz de saber que yo me voy para siempre mutilada.
EL ROBO
(Carta de Manuela a Clemente, que acaba de ser colocada discretamente por ella, en el bolsillo de él)
No, no te voy a decir “Querido Clemente” y menos “Estimado”. No me voy a dar vueltas. Me conoces lo suficiente para saber que prefiero una vez colorado a cien veces amarillo: ¿Recuerdas la bufanda color verde musgo, de suave tejido de alpaca, que te había costado una pequeña fortuna y que lamentaste tanto haber perdido? Bueno, la tengo yo. No, no te la robé. O bueno sí, tal vez. Al principio sin querer, y después queriendo. Pero es que la dejaste caer detrás del sillón, aquella tarde que venías tan molesto y luego tú y yo la olvidamos, enredados como estábamos en renacernos a pura boca y limpiarnos de tanta ausencia acumulada. La encontré a la mañana siguiente mientras pasaba la aspiradora. La tenía aún en mi mano y la acariciaba -como a un gatito- cuando me llamaste. No, no la he visto, te dije en un disparo. Del otro lado de la línea suspiraste y echaste alguna maldición a quien te la había robado sin que te dieras cuenta. Te juro –y espero que me creas- que no había planeado robártela, pero una vez que la tuve en mi mano, no fui capaz de devolvértela. No pude. La acerqué a mi rostro con temor y esperanza. Y ahí estaba tu olor, acurrucado entre las hebras, como si se hubiera quedado dormido mientras me esperaba y claro, al contacto de mi nariz despertó, poniéndome la piel de gallina y apretándome el pecho. Entonces me di cuenta de lo que nunca debería haber pasado: me habías robado el corazón. Sí, ya sé. Me dirás que las putas no se enamoran. Qué duro suena que me llames así, aunque más me duele que pienses que no soy capaz de enamorarme. Pero te doy la razón, así es que desaparezco. No pierdas el tiempo tratando de localizarme. Para cuando me leas, yo ya estaré bastante lejos. Dudo que me eches de menos (hay miles de mujeres más jóvenes y lindas que yo. Es cierto que taconeo como si el mundo fuera mío, pero sé que es sólo por un rato pues me miro en el espejo bien seguido y sin piedad). Tampoco creo que añores a la portera, esa que te decía –con ojos fieros y sonrisa burlona- pase joven, su novia lo espera (¡qué vieja más repugnante! ¿Puedes creer que tenemos la misma edad? Yo casi me desmayé cuando lo supe y saberlo me confirmó lo que siempre he creído: es la amargura, la que envejece a la gente). Pero claro, extrañarás tu bufanda tan cara. Te parecerá una injusticia. Pero luego te alegrarás –y te ayudo a hacerlo- porque tomarás conciencia de que con un mínimo esfuerzo puedes comprarte otra. Si te sirve de consuelo o venganza, haz de saber que yo me voy para siempre mutilada.
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